Me gusta esa palabra porque, así, a bote pronto, no pueden ustedes saber si es adjetivo o substantivo, ni si es masculino o femenino. Y me gusta porque, reflexionando sobre el tema de esta columna de hoy, me doy cuenta de que siempre fui un poco antisistema. Y si yo, que crecía en la época en la que crecí, fui antisistema, imagínense ustedes lo antisistema que soy hoy cuando todo el mundo ha enloquecido y nos estamos convirtiendo en gilipollas. Por cierto, otro epíteto también neutro, que también me encanta, hala.
No sé si ustedes saben que Emilio Salgari, un novelista italiano, se inspiró en la vida de Carlos Cuarteroni, un aventurero español, para
escribir las aventuras de Sandokán en Los tigres de Mompracén, en 1883. Sandokán, era un príncipe de Borneo que dedica su vida a
vengarse de la Pérfida Albión, se lanza a la piratería, y les da a los ingleses las suyas y las del pulpo. Los doce episodios de apenas
treinta minutos de la serie de televisión de 1976 protagonizada por Kabir Bedi, marcaron mi más temprana infancia. Nunca jamás quise
ser, cuando jugaba en el patio de la escuela de las monjas, Mariana, la mujer del pirata. Yo era Sandokán.
Winston Graham escribe a mediados del siglo pasado Poldark, un par de novelas históricas en las que se cuentan las peripecias del capitán
Ross Poldark, terrateniente de Cornualles cuando regresa a casa tras luchar en la guerra de independencia de los Estados Unidos. La serie de televisión que se proyectó en España protagonizada por Robin Ellis, como Ross, marcó mi entrada a la adolescencia. Yo no quise
nunca ser Demelza. Yo era Ross, el contrabandista.
Leí El Principito, de Antoine de Saint Exupéry, una tarde lluviosa en la biblioteca pública de mi ciudad. Recuerdo perfectamente terminar de
leerlo y regresarlo a su estantería con la extraña sensación de haber sido engañada. Nada de lo que me contaba ese ñañeco estrafalario
resonó de ninguna manera conmigo.
A pesar de eso, entiendo que para gustos colores y asumo que desde su publicación en 1943 se haya convertido en una de las obras más importantes y leídas. Supongo que porque habla como si se dirigiera a un niño de año y medio con problemas de atención y en un lenguaje pastoso e inusitadamente cursi. También recuerdo que pensé que
para leer cosas acerca de animales que hablan y moralejas aburridas, prefería volver a leerme las fábulas de Esopo.
Sin embargo, ahí estaba, en mi memoria lejana y pronto fue sobrepasado por Robert E. Howard, al que descubrí poco después, y donde ¡por fin!, yo no quise ser Conan, ahí había bastantes heroínas con las que poder identificarme, Bêlit, desde luego, o Valeria de la Hermandad Roja, o Zenobia, “que entendía de cuchillos, de caballos… y también de hombres”.
Yo hubiera jurado que, en los tiempos que corren podríamos haber superado el temita este de tener que apelar a la ñoñez para que las
niñas entiendan que pueden ser lo que les dé la gana, cuando de pronto me doy de bruces con La Principesa. Tóquense ustedes las
gónadas a dos manos, por favor y gracias. Si ya El Principito había alcanzado las más altas cotas de bobería insulsa, ahora van y le hacen una adaptación feminista. Para mear y no echar gota.
La editorial que ha hecho esto «busca reformular las obras maestras de la literatura para dotar de significado a su carácter universal«. Y yo, que debo ser un pelín corta de entendederas, me pregunto ¿cómo creerán les responsables de esta editorial que han llegado las obras maestras de la literatura universal a serlo si no están dotadas de significado?
Porque esta editorial será muy progre en su intento de construir una visión del mundo más amplia e inclusiva, pero nada supera el que una
niña de una ciudad de provincias soñase con comandar un parao por las aguas de Borneo, Malasia y la India al mando de una tripulación de malayos, dayakos, portugueses, bengalís y maharatos.