Miren que aprecio y disfruto el clasicismo, ¿eh? Y que Góngora me parece pesado y
redicho, pero, a pesar de lo que digan todas los kondolovers, yo, lo del minimalismo no
lo veo. No llego a entenderlo. No me capta. Vamos, que a mí lo de menos es más, solo
me convence cuando hablamos de la estupidez humana. O del tranque típico de
diciembre. Para el resto, más siempre es más.
Yo no puedo salir de casa con un bolso que parezca la cartera de la Barbie. Yo no
puedo viajar ligera de equipaje. Y no es que no sepa, es que no quiero. Me gusta estar
preparada para cualquier eventualidad, llevar seis libras de medicinas en un viaje, solo
por lo que pueda pasar. Me gusta llevar siempre mi maquillaje, aunque nunca me
maquillo. Otro par de zapatos, solo por si la humedad hace de las suyas y los que llevo
se deshacen en mis pies en medio de una jornada enloquecida de reuniones y
mandados, (ustedes saben de los que hablo, ¿a quién no le ha pasado en nuestro
clima húmedo tropical? Llevo una agenda de papel, y mis plumas estilográficas con
varios cartuchos de tinta de repuesto. Llevo mi libreta de escribir y una cartuchera con
marcadores de colores. Y un libro, y varias libretitas de pósitos para señalar los
párrafos relevantes. Llevo siempre bolsas reutilizables, y un par de neceseres
pequeños con costurero, tijeritas, medicinas y cargadores de celular de varios tipos.
Soy una obsesa del control y debo tener todo lo que en un momento puedo necesitar,
así que como uso lentes de contacto, llevo un repuesto de cada ojo, por si acaso se me
pierde alguna y su botecito de líquido, llevo las gafas de miopía, y las de hipermetropía.
Y las de sol.
Me gustan las pulseras, los collares y me siento desnuda sin ellos. No sin mi anillo de
loba. No. No soy minimalista. Y no quiero serlo. Yo, soy barroca y a mi edad ya no voy
a cambiar. Ahora, imagínense el estrés de salir a la calle en esta época.
Mis cosas habituales, las de siempre, más una bolsa con mascarillas extras, más otra
bolsa plástica para poder meter la mascarilla usada. Llevo un espray con alcohol y otro
con gel alcoholado y llevo un paquete de toallitas desinfectantes.
Antes de salir de casa me aseguro de que todo está dentro de la cartera, y luego me
coloco la mascarilla, las gafas de sol, me recojo el pelo, y me lanzo a la batalla.
Señora, detrás de la línea. Oiga, me está respirando en la nuca. Hey, apártese, coño.
¡No me toque, carajo!
Creo que lo han conseguido. Llego a casa tan absolutamente agotada que paso las
siguientes dos semanas con síntomas de estrés postraumático.
Yo, barroca, voy a decidir retirarme de este mundo de locos que nos está quedando.
Yo, barroca, me rindo a la evidencia, no sé ser simple y minimalista. No sé ser sin
cosas. Yo, barroca y mi horror vacui nos enclaustraremos en una casa victoriana, llena
de chinoiseries, antigüedades, alfombras sobre la madera encerada, cortinas de
terciopelo, pesadas y obscuras y cosas hermosas en cada rincón.
Yo, barroca y excesiva, no sirvo para esta época enloquecida de limpieza y
desinfección. Yo, barroca, me cubriré de polvo de libros y manchas de tinta en los
dedos que no me pineso quitar enjuagándome cuatrocientas veces las manos con
alcohol y lavándomelas seiscientas más.
Yo, barroca, me niego a ceder ante el olor a cloro, a alcohol que no huele a whisky y a
seguir escondiendo mis colmillos tras un telón.