En estos momentos en los que la economía está en un impás, mientras las aerolíneas quiebran, los negocios se hunden y los políticos, en lugar de apelar al buen desempeño de la economía, instan a los ciudadanos a que ‘emprendan’, todos hemos iniciado un camino hacia ninguna parte.
Un camino, por una parte plagado de excesos: exceso de venta de mascarillas, exceso de venta de ropa de segunda mano, exceso de levadura y de horneados. exceso de Tik Toks. Y por otra parte cuajado de defectos: defecto de ansiolíticos y de sentido común.
En estos momentos, digo, en alguna parte del mundo hay alguien al que se le prendió el foco y ha dicho, <<Espérate que estoy viendo negocio>>. Y a pesar de los aeropuertos cerrados y a pesar de los puertos para cruceros cerrados, hay empresas que nunca pierden porque los que las manejan conocen al ser humano. Y ahí está, se han inventado los viajes a ninguna parte.
Yo soy una viajera irredenta, me gusta más un viaje que un kilo de caviar, y me cuesta menos hacer una maleta que decidir si voy a llenarla de negro para que todo combine con todo o voy a llevar los conjuntos rígidamente seleccionados para dejar espacio a los montones de libros que suelo traerme de allí adonde arribo, a mí digo, esta idea me parece una maravillosa locura. Una de estas extravagancias decimonónicas que apelan al dandi victoriano que vive en mí. Tomas un avión, sales de tu país, y después de un recorrido de equis horas, durante las que has visto desde el aire la amazonia, las ruinas mayas o la Antártida, regresas al aeropuerto del que saliste. Sin hacer aduana, solo con tu mascarilla y muchas ganas de hacer algo diferente.
No se crean, los viajes a ninguna parte no solo son por aire, ya los han adaptado a los cruceros y no dudo que, en alguna parte donde exista una red de ferrocarril viable, también puedan realizarse en tren.
¿Se imaginan que nos vendieran viajes a Colón en el tren? Un vagón por burbuja familiar, solo ir y regresar, mientras la locomotora traquetea por las vías, pueden ir pasando algún video de la odisea de su construcción y señalando los puntos de interés turístico. Después de siete meses de arresto domiciliario yo me apunto sin dudarlo, y si aliñan el paseo con una degustación de cocina caribeña, compro de una vez media docena.
El ser humano es nómada y social. Así subsistimos durante millones de años, moviéndonos continuamente, caminando, cambiando de hogar en cada estación para aprovechar mejor los recursos de casa sitio. Apiñados, en grupo, para poder enfrentar mejor las amenazas, a los depredadores y el frío, para criar a los cachorros entre todos, para no sentirnos tan insignificantes ante la madrastra naturaleza.
El cerebro humano está construido para viajar y para vivir en comunidad, y no, por mucho que se empeñen, un virus más y siete meses de cárcel no bastan para cambiar millones de años de evolución. De modo y manera que en cuanto nos abren las puertas del redil corremos a abrazarnos y a irnos, al monte, a la playa. A buscar horizonte y espacio abierto. Así somos, esa es nuestra naturaleza. Vagabunda y gregaria. Nuestro cerebro primitivo nos insta a ser pata’e perro y arrepinchosos por mucho que a los papis de la patria les moleste. Por mucho que el ministro de turno amenace.
A ver si a alguien en Panamá se le prende el foco y emprende algo que vaya más allá del cómprame un pan y media libra de limones.