Esta semana voy a explayarme a gusto con ustedes porque estoy un poco hartita de las imposiciones. Y no, no se me vayan por aquellos apriscos, regresen al redil que no estoy hablando de ‘aquellas’ imposiciones que todavía estamos sufriendo por parte de nuestras autoridades y que solo sirven para que ellos puedan seguir haciendo sus negocios turbios.
Afganistán está de moda, y lamentablemente no por nada bueno, ni por su riqueza cultural y arqueológica, ni por la belleza de sus paisajes. No, Afganistán está de moda porque ha caído, ahora sí, en manos de los talibanes.
Pero en realidad, las que han caído en manos de los talibanes son ellas. Las mujeres. Y hoy quiero escribir acerca del temor que me da la estulticia en la que parecemos estar cayendo.
Hace unas semanas, brujuleando por las redes sociales, me encontré con un ‘Reto hiyab’. Veamos y vayamos por partes porque parece que estamos un poco perdidos, el código islámico establece que la mujer debe cubrirse la cabeza y el pecho con distintos tipos de prendas, según zonas y épocas. Lo más común es un velo que, a modo de toca de una religiosa católica, cubre completamente la cabeza ajustándose al óvalo de la cara y cae sobre los pechos se suele llamar hiyab. En las prácticas más fanáticas las mujeres, cual fantasmas de película victoriana, van cubiertas de pies a cabeza con una sábana índigo o negra llamada burka. Entre ambos hay montones de variaciones con mayor o menor ocultamiento de la figura, el niqab, el chador, el litam…
En el ‘reto’ al que me referí anteriormente les ofrecían a las viandantes femeninas de una concurrida calle, (parecía alguna ciudad alemana), colocarles un hiyab. Algunas aceptaban. Algunas parecían emocionarse al verse ‘veladas’ y se echaban a llorar. ¿Cuál era la moraleja? Que a las mujeres les gusta sentirse ocultas y que la modestia que proclama el islam es buena para la mujer ya que la salva de convertirse en un objeto sexual.
Váyanse a cagar.
A ver, que a mí no me vienen a contar historias sobre los velos, tradicionalmente las mujeres se han cubierto cabello y rostro, por moda, para salvar el cabello de tener que lavárselo todos los días protegiéndolo de polvo y mugre o para proteger las orejitas del frío. Mi señora abuela llevaba un fino velo de encaje sobre la cabeza cuando entraba a la iglesia y se tapaba cabeza, hombros y rostro con el mantón negro de lana cuando arreciaba el invierno y debía salir del abrigo de la lumbre. Desde la Dama de Baza hasta la Virgen María, que las mujeres se cubrieran ha sido algo común. Pero, ¿saben cuál es la diferencia? Pues, la libertad.
Miren ustedes, qué tontería. La libertad, señores. La diferencia entre el mantón de mi abuela y el hiyab, la mayoría de las veces, es la muerte a pedradas. Una diferencia de nada, oigan, un quítame allá esa lapidación o ese apaleamiento, que tampoco es moco de pavo.
A mí no me cuenten historias acerca de lo que el Profeta, que Alá bendiga su Santo Nombre, decía o dejaba de decir: si una mujer que no quiere ponerse el velo es asesinada, el velo no es libertad sino cárcel.
Que parece que en estos tiempos convulsos nos olvidamos de qué lado están lo buenos y de qué lado están los malos, y sí, hay cosas que están mal y no se deben abanicar, ni permitir que te pongan por la calle un hiyab si ellas no aceptan, a su vez, probar con libertad el nadar en el mar con un biquini diminuto o con las tetas al agua sin que vengan a lapidarte, para que sepan a qué sabe, de verdad, la libertad.