La palabra testamento deriva del latín. Y sí, claro que hoy en día solemos asociar esta palabra a la ‘última’ voluntad, pero no es ese el significado que tenía en su origen. En realidad un testamento es el resultado patente de la prestación de un testimonio, y sí, en efecto, las palabras testigo, testimonio y atestado provienen de la misma raíz.
Cuando se tradujo al latín el vocablo griego ‘diatheke’, que significaba ‘ordenamiento derivado de un pacto ante testigos’ se usó la palabra testamento, de allí provienen el Antiguo y el Nuevo Testamento, ¿por qué?, pues porque los libros sagrados atestiguan el pacto entre Yahvé y su pueblo.
Vale, se estarán diciendo ustedes, ¿a qué viene todo esto? Pues, a que un testamento no tiene por qué ser una última voluntad, o un listado de las cosas que queremos o no queremos que hagan con nuestros restos mortales, (que no me hagan misas ni invocaciones religiosas, carajo, que mi dios y yo ya negociamos cara a cara, que no me traigan flores después de muerta, carajo, que prefiero los bombones y las prendas mientras puedo disfrutarlas), pero también puede ser, el testamento, un testimonio de vida.
Un testamento que asegure que estamos, que hemos vivido, que hemos vivido cada risa, cada lágrima, cada pérdida, cada reencuentro. Un testamento donde detallemos a los amigos, los brindis y los banquetes, los enfados, las veces que hemos hecho el amor y los puñetazos que hemos dado o recibido. Un testamento no debería ser un papel muerto, sino un árbol vivo y creciente, lleno de hojas, hojas que nacen, vibran verdes y se caen, recuerdos olvidados y arrastrados por el viento de los años.
Nuestra vida debería ser, a la vez, trayecto y testamento de quiénes fuimos, de lo que deseamos, de aquello que construimos.
Pero seguimos temiendo, seguimos huyendo, seguimos sin entender que nada es para siempre y que lo único eterno es el caos, así que nos aferramos a las falsas seguridades que apenas nos proporcionan un par de segundos de calma antes de lanzarnos de nuevo al remolino del no saber qué va a pasar.
¿Y qué importa? Hic meus est dies, como afirmaban los soldados romanos antes de entrar en batalla; un día nos vamos a morir, pero los otros días no, como aseguraba Snoopy. El resto de los días, aquellos en los que no nos hemos muerto deberían ser testimonios de vida, de risa, de amor, de fuerza.
Testimonio de que no hemos vivido en balde, de que no hemos pasado por los días sin que los días se hayan percatado de nuestra presencia.
A Sócrates le gustaba describirse como un tábano pegado al lado de la polis, aguijoneándola sin tregua. Y eso es la Muerte, queridos míos, el tábano que ronda alrededor de nuestra vida, dando testimonio de nuestra falibilidad, de nuestra mortalidad.
Pensar en la muerte no debe ser nada más que un acicate para morder la vida con todas nuestras fuerzas, arrancarle jugosos pedazos con garras y colmillos y marcar en la piel del tiempo el grafiti que asegure que estuvimos aquí. Dejar testimonio de que fuimos, de que existimos, de que nuestro existir no fue en vano.
Luego, cuando llegue el momento de apartar la telaraña, nuestro mejor testamento será desvanecernos sin escándalos, si nuestra naturaleza discreta así nos lo exige, o con una gigantesca traca final que haga temblar los cimientos y eleve un estremecimiento por la columna vertebral de todos, para que nadie quede indiferente, si eso es lo que nuestro modo de ser nos indica. Pero cerrar los ojos ante la muerte no es más que conducir a ciegas por una carretera plagada de huecos.