Se peca de inocente siempre que se viva con los ojos cerrados, se peca al aceptar el fatal destino de morir sin el más mínimo ápice de curiosidad, sin la más remota pregunta de por qué, del cómo, del dónde, del cuándo.
Es un castigo silencioso y mortal vivir sentado en una lenta carreta que se dirige al Tártaro, a las orillas del Estigia. El aceptar la cruel realidad de no tener nada más allá por ver es desoladora, aterradora y monótona.
Pero, aunque no siempre ocurra, existe una realidad, una posibilidad aún peor. Una maldición profana y tóxica que consume el brillo resplandeciente de una vida, aún aunque esta haya sido gris y mal vivida. La corrupción degenerada por enterarse del camino. Ser consciente del vehículo en el que se transita. La autopercepción de la mortalidad, futilidad e inutilidad de todos los esfuerzos, críticos y admirables, que se hayan realizado. Esa consciencia advertida por sí misma de los hechos que se realizan termina decantando en una encrucijada de dilemas que, aunque la fortaleza se niegue a menguar, se descubre como un arduo trabajo mental.
Al entrar por el camino de la decepción, al volver y vernos repetir la misma acción, una y otra vez, nos damos de bruces con una realidad absurda, una vida carente de sentido. En esta encrucijada, a espalda del camino recorrido, se abre frente a nosotros, conscientes de la irracionalidad vivida, de la monotonía de una rutina diaria; tres caminos que nos guiarán hacia distintos destinos.
El primero de ellos, el más cercano y al que, por desgracia, la mayoría de los absurdistas verán como la única solución al problema de salir de la noria de la irracionalidad. Porque un zapatero que se despierta a las 8 de la mañana para salir y abrir su negocio, trabajar 8 horas para regresar a su casa y poder dormir 8 horas está igual de condenado que aquel rey de Corinto al que los dioses le condenaron a subir a la cima de una cuesta una pesada piedra, solo para verla, una vez completado su objetivo, como esta rodaba hasta el pie de la montaña, obligándolo a tener que realizar la misma acción por toda la eternidad. Y cómo se puede salir de una condena, de una prisión tan cruel como el tener la libertad de darte cuenta de lo encadenado y encerrado que estás.
Ahí es cuando el primer camino grita tu nombre. Es en ese momento cuando la primera vía exige que la tomes. Ese primer camino, esa vía primigenia, es ser el dueño de tu destino y terminar con el absurdo por mano propia. Pero sucumbir ante el absurdo es, de manera paradójica, absurdo en sí mismo. El suicidio físico no es una salida para el absurdo, porque este queda huérfano, sí, pero con vida. Este camino, tomado por algunos viejos conocidos como Diógenes, que aguantó la respiración hasta fallecer, o Sócrates, que bebió el veneno, no estaban rindiéndose ante el absurdo, estaban siendo congruentes con su discurso. Aquel que, por no soportar el colosal peso de lo ilógico de la vida, no merece más que compasión, porque la primera vía, como una serpiente, engatusa y traiciona.
El absurdo es complicado de combatir, es un virus, un parásito que se engancha a las mismas pupilas de que logró caer en su embrujo. El absurdo, extenso y complicado, requiere de reflexión y compresión. Porque te muestra una verdad, pueril y prístina, que, como los problemas más grandes de las ciencias, requiere de cientos de horas de meditación, miles de hipótesis distintas, millones de perspectivas y trillones de reflexiones.
Por: Alonso Correa.