Estamos viviendo en un momento intelectual muy raro. Mientras los jóvenes se la pasan diciendo “literalmente” cuando no cabe aplicar esa palabra en su discurso, la mayor parte de los vivientes no son capaces ya de entender una metáfora, no entienden la ironía ni el sarcasmo, y solo se ríen cuando les explicas el chiste o cuando en las series suenan las risas enlatadas marcando el momento adecuado para soltar la carcajada.
Quizás es por eso que las señales de tráfico en este país son consideradas meros adminículos inherentes a las vías, sin valor real; quizás por eso el cartel de ‘Silencio’ en los hospitales se lo pasan por el forro; quizás es por eso que cada vez todo es más simple, como el mecanismo de un chupete; quizás es por eso que en mis tiempos triunfaba Mazinger Z, con Afrodita fulminando a los malos a golpe de teta teledirigida, con el tremendo simbolismo que eso conlleva, y el bifronte barón Ashler nos fascinaba con su simbolismo no binario sin necesidad de alegatos ni sermones absurdos y hoy triunfa la cerda Pepa.
Si algo nos etiqueta como humanos, (si es que existe algo a lo que denominar ‘humanidad’, que cada vez estoy más dudosa de ello), es el simbolismo. Entender el mecanismo mental de los símbolos, comprender cómo algo sin aparente relación con otra cosa nos lleva más allá de su denominación y su apariencia, pudiendo extender su significado miles de años hacia delante o hacia atrás, nos conecta con las creencias y los sentimientos de nuestros congéneres.
Por ejemplo, encontramos laberintos pintados o tallados en los primeros ejemplos de arte humano, allá por el Paleolítico, y sin interrupción aparecen a lo largo de toda la historia humana, los hallamos en la catedral de Chartres, equilibrando perfectamente su peso terrenal con la luz aérea del rosetón y en los jardines victorianos como aquel en el que la indefensa Mina huye del Conde que la ha perseguido a través de las vidas y el tiempo; el laberinto simboliza el paso del reino visible de lo humano a la dimensión ultra humana, todos entendemos ese misterio intuitivamente cuando un personaje entra en un laberinto, o cuando nosotros mismos nos internamos en alguno. Pero hay miles de ejemplos.
Todos nos debatimos en el bosque de los símbolos, en ellos nacemos y en este bosque caminamos, como diría Baudelaire, sin atinar a entender qué mierda es lo que pasa ni lo que hacemos ni de dónde venimos ni adónde vamos, ni por qué Candanga nos está llevando hacia allá, sea este allá lo que quiera ser.
Símbolo es el puño levantado que se opone al símbolo imperial de la mano extendida. Símbolo es el rojo oponiéndose al statu quo. Símbolo es caminar en los zapatos del pueblo o vestirse de patria. Símbolo es el atún y el arroz como símbolo es despreciar el pan y la sal.
Símbolo también es la cruz, símbolo que no era en un principio cristiano, (que los discípulos del galileo se unían bajo la figura simbólica del pez), sino símbolo del Sol Invicto. Y bajo ese símbolo solar, los brazos del instrumento de tortura y los rayos del astro rey se unieron en el estandarte imperial para que todas las huestes pelearan juntas y darle a Constantino, pagano hasta su lecho de muerte, (si no incluso más allá), la victoria en la batalla del puente Milvio. In hoc signo vinces, vencemos a través de símbolos o, como Majencio, perdemos al no entender el poder que los símbolos tienen sobre los seres humanos.
Y los símbolos, estimado lector, son como los impuestos y la muerte, puedes no creer en ellos, pero antes o después te atrapan.