Los rituales son consubstanciales al ser humano. Desde que somos lo que somos, monos sin pelo que se creen la última soda del desierto, los ritos y los rituales nos han acompañado. Desde que nacemos hasta que pelamos el bollo, liamos el petate, pateamos el balde o estiramos la pata, no dejamos de participar y protagonizar, de forma consciente o no, rituales.
Ya sea que hayas sido dejado en el suelo como los antiguos romanos, para ver si tu futuro padre tiene a bien recogerte y con ese gesto levitatorio reconocerte como una persona, descendiente de su gens y merecedor de un nombre. O si, como los inuit, has sido rebozado en nieve en un rito para asegurar tu resistencia al fresco clima que te espera el resto de tu vida. O si te bautizaron lo antes posible, porque, como todo el mundo sabe, el niño moro está expuesto al peligro de ser ojeado, robado por los duendes o chupado por las brujas, sin contar con que si se muere su almita perpleja se queda flotando en ni se sabe dónde, (aunque el Catecismo de la Santa Madre Iglesia insista en que confiemos en la misericordia divina: «En cuanto a los niños muertos sin Bautismo, la Iglesia solo puede confiarlos a la misericordia divina, como hace en el rito de las exequias por ellos. En efecto, la gran misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y la ternura de Jesús con los niños, que le hizo decir: Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis (MC 10, 14), nos permiten confiar en que haya un camino de salvación para los niños que mueren sin Bautismo». Aunque si nos ponemos a pensar en todas las cosas horribles que el dios de Israel permite, mejor nos cubrimos las espaldas y por si acaso, les echamos el agua a los pela’os, que daño no les va a hacer), los rituales comienzan con la vida y con ellos terminamos la vida.
Regresando al tema que nos ocupa en esta Lobatomía, los rituales nos persiguen ya sea que los aceptemos o que, de rebeldes, nos neguemos a participar en ellos. El paso de un año a otro no se salva de estar rodeado de ellos, como todos los umbrales, cruzar el limes entre un conteo de ciclo solar y otro es complicado. Así andamos, que si poniéndonos bragas rojas, que si comiendo lentejas o caminando alrededor de la casa arrastrando una maleta. Como si a los dioses del destino les importara lo más mínimo si te comiste las doce uvas o si te atragantaste con la sexta.
Al fin y al cabo, estamos en el 2021 solo si nos atenemos al calendario gregoriano, recordad que según los mayas el mundo acabó en el 2012 y desde entonces vivimos en Matrix.
Sea como fuere, estoy segura de que pocos años han sido más denostados que el 2020, y pocos han cargado con más expectativas que este 2021 que estamos estrenando hoy. Por mi parte esta mañana yo he abierto mi nueva agenda con cuidado, he aspirado con fruición el olor a tinta nueva, he ido escribiendo con cuidado los cumpleaños de mis afectos y las fechas claves en mi año.
Luego me he pasado un rato reflexionando antes de ponerme a escribir estas palabras. Viendo todas estas hojas en blanco, esa extensión de tiempo inmaculado. Un montón de días, horas, segundos, todos llenos de nada, ellos también expectantes. Deseando que nosotros los llenemos con vida.
Ese es mi deseo de Año Nuevo: que el miedo haya quedado en el 2020, que el 2021 sea solo vida. Y libertad.