El tiempo es un curioso elemento, ni se cambia, ni se muda, ni se torna. El tiempo parece ser nuestro enemigo, pero en realidad es alivio, lenitivo y sedante.
El tiempo, ese monstruo que avasalla nuestros días, no se retracta, ni declina sus decisiones, pero a veces, solo a veces, ofrece segundas oportunidades.
Algunas veces.
A veces el ciclo eterno de las estaciones vuelve a parar en aquella estación en la que se te olvidó, por pendejez o distracción, aquello tan preciado. El tiempo desgasta las rocas, cambia el curso de los ríos y destruye los meniscos, pero a veces, solo a veces, convierte el cadáver que abandonaste en un recodo del camino, en un diamante refulgente.
Este año que termina, con sus significados extraños, en el que escuchar el rugido de las olas no nos producía paz, en el que sumergirnos en las burbujas nos daba temor y cuando el positivismo era más tóxico que los ciervos de Chernóbil, ha traído también, para algunos de nosotros, encuentros y reencuentros.
Proyectos que toman cuerpo aupados en las risas y la amistad. Nuevos retos asomando el morrito por el filo apenas abierto en el umbral. Gente que había quedado atrás y que salta a la palestra de tu vida diciendo <<¡Hey, nos merecemos hacer algo grande!>>. Diosidencias y diablidades que irrumpen en tu rutina y te lanzan a nuevos horizontes.
El tiempo no se pierde, está siempre a buen recaudo en nuestras alforjas, lo que ocurre es que a veces nos empecinamos en usarlo en cosas que, vistas en perspectiva, son bastante poca cosa, mientras que pasan a nuestro lado tiempos mejores en trenes a los que no queremos subirnos. Allí nos quedamos, en un apeadero de mierda, rodeados de gente que está feliz en ese lugar, pero que te miran y saben que tú no perteneces allí. Y el polvorín de la locomotora en la lontananza se burla de tus arrepentimientos. Te dejó el tren, colega, por no haberlo tomado a tiempo.
El tiempo es como la arena, cuanto más te empecinas en aprisionarlo en el puño, más rápido se desliza entre tus dedos. Los granos de tiempo vuelan con el cierzo y a veces se te meten en los ojos, diminutas chispas de algo extraño, como un polvo salado de aceitunas negras que te hace llorar, no es nada, te dices a ti mismo, solo una brizna de melancolía, cuando la realidad es que lloras como cobarde por aquello a lo que no supiste aferrarte como piojo.
Pero en ciertas ocasiones el tiempo que te toca sigue una vía circular, y un buen día oyes silbar la locomotora a lo lejos, al principio creerás que es un espejismo creado por las ganas que tienes de salir huyendo de esa estación ruinosa, pero cuando te das cuenta de que es real, de que allí está de nuevo, brillante, pulida, refulgente contra el horizonte, no podrás creerlo, y quizás deberías pensar, rápido antes de que llegue al andén, si debes tratar de subirte de nuevo; ya no eres el mismo y quizás el tren también haya cambiado.
¿Te atreves a agarrar por los cachos, esta vez sí, al tiempo que se fue para volver y exigirle que te ofrezca aquello que en una oportunidad, ahora muy lejana, dejaste pasar como el idiota que eres?
Hay que tener paciencia y temple, esperar a pie firme en el apeadero, controlar los nervios y lanzarte en el momento exacto, ni demasiado pronto, porque caerás a las vías, Perico, ni demorar hasta que el último vagón haya pasado de nuevo como una exhalación. Porque ahí sí que no hay segundas oportunidades que valgan.
Ya viene el tren, ¿quién saltará?