Ayer caminaba por Marbella hacia una reunión. Pensando iba yo en lo raro que se me hace estar de nuevo en el ajetreo de la calle (y eso que aún no se había formado la de Dios en Cristo con la grúa ruedas al aire después de intentar mover el contenedor volcado ni el tranque que se formó de regreso al oeste…)
Caminaba digo, por el área bancaria, pensando en mis cosas, en lo mucho que me cabrea andar haciendo encaje de bolillos con la agenda, después de haber creído tener una semana ordenada, por los cambios y la cancelaciones de última hora, en el poco respeto que seguimos teniendo ante el tiempo de los demás y en el poco importa y la impuntualidad y bla bla bla, iba yo murmurando en voz baja mientras veía de reojo las miradas de extrañeza del resto de los viandantes cuando siento algo extraño en uno de mis pies. Algo que se me enreda.
Me detengo por un momento y miro hacia abajo, efectivamente, un objeto casi me hace caer, me fijo, un pedazo de plástico negro. Mis reproches cambiaron de dirección y comencé a rezongar acerca de la cantidad ingente de basura que hay en las calles, la porquería que nos ahoga, continúo caminando y maldiciendo entre dientes a aquellos que botan en cualquier sitio sus porquerías, a ver si es que hacen lo mismo en su casa y tiran detrás del sofá de la sala el hueso de pollo cuando terminan de rechupetear la alita picante, cuando caigo en cuenta de que uno de mis zapatos hace un ruido extraño al pisar.
Levanto el pie y veo que se me había desprendido la tapa del tacón. Ahí fue cuando los rezongos contra la poca formalidad y la cochinada cambiaron el tono y se convirtieron en mentadas de madre a diestro y siniestro contra todos los santos del santoral y sus santas madres.
¿Qué otra cosa me quedaba por hacer más que seguir caminando? Por suerte, pensé yo, aún llevaba tiempo de anticipación, (sí, soy de las raras que llegan a los sitios con tiempo), entonces decidí que continuaría hacia mi destino pero que trataría de maltratar lo menos posible el zapato, buscando cual aguja en el susodicho pajar, las zonas de la acera que tuvieran menos huecos y que prestaría atención para esquivar pataconcitos, raíces de árboles y alfombras de flores rojas marchitas para evitar dañar más el tacón y, sobre todo, para evitar resbalarme y dar con mis huesos en el suelo. Calculé, me quedaba un trayecto de apenas dos manzanas, no hay problema, yo puedo. Vamos a ello. Primero desanduve mis pasos y recogí el tacón perdido. No, no ando dejando mi basura por la calle, lo envolví en un pañuelo de papel y lo guardé en mi cartera para tirarlo en casa. Y encaminé mi rumbo nuevamente.
Llevaba apenas un par de metros caminados cuando un flap flap flap empezó a acompañar mis pasos. <<¿¡Ahora qué!?>>, pensé, ya exasperada. Levanto el pie de nuevo. Ahora lo que había quedado abandonado en el medio de la acerca era la suela completa. Iba caminando sobre el cartón.
Y ahí estaba yo, en medio de la calle, cual grulla, con el pie en alto, lanzando en voz baja maldiciones en arameo y agradecimientos porque, por lo menos en ese momento el suelo no estaba mojado y no me obligaba a quitarme ambos zapatos y caminar descalza y ya retrasada del todo.
Mientras cojeaba camino a mi cita, empapada en sudor, enfurecida y despelucada, iba mascullando reflexiones acerca de la realidad y su puñetera manía de abofetearnos para que pongamos pie a tierra y recordemos dónde vivimos mientras guardaba en mi bolso la suela envuelta en otro pañuelo de papel.