Hace muchos años escuché una conversación donde alguien comentaba, así al desgaire, que había tenido que ir a la casa de Menganito, quien no era santo de su devoción, porque varios documentos históricos estaban allí y había necesitado consultarlos. Cuando yo pregunté, (reconozco que del susto se me salió hasta un galillo), qué cómo eso era posible me respondieron que él había decidido que estarían más seguros bajo su cuidado que en la institución donde reposaban.
En aquel momento yo aún era joven e ingenua y me lancé a un discurso de barricada acerca del patrimonio, los derechos de todos a la historia y a la propia identidad, bla, bla, bla, mientras el resto de los asistentes a la reunión me miraban como diciendo ¿pero de qué nos habla esta pirada?
Cuando hace unos meses leí que habían desaparecido más de nueve mil libros de la biblioteca del Instituto Nacional el corazón se me saltó de un latido. No podía ser cierto, aquello tenía que ser un error, (que sí, que sí, que lo mío es por el gusto, que aún sigo teniendo alguna esperanza en este país y en su gente), eso debía ser una ‘fake new’ de las tantas que leemos todos los días, cada día, seguramente los habían recogido para pintar la sala y algún o alguna ahuevada había oído campanas sin saber por dónde se escuchaba el badajo. Por desgracia pronto me sacaron de mi ingenua negación. Ningún error, ningún recogimiento, ninguna estrategia de protección. Se habían esfumado. Y lo más hilarante del caso es que nadie parecía saber cómo.
Yo, que convivo con miles de volúmenes en casa, puedo dar fe de que los libros hacen bulto, ocupan lugar y se nota cuando hay un hueco en la estantería. Nada de “Huy, han desaparecido trescientos y no sé en qué momento salieron de casa”. Eso no ocurre así.
En la debacle del Instituto Nacional hubo involucradas varias personas, nadie puede hacer eso solo. Gentuza que los sacó de la estantería y los metió en las cajas, que callaron como canallas y obedecieron órdenes. Quien haya sido el encargado de la biblioteca o los encargados, que en su desidia aceptaron que aquello bajo su responsabilidad se destruyera. Los directivos, responsables de la educación de los que allí entran a estudiar y que van a ser dirigidos en su camino por estos cafres a los que solo les importa su quincena y que les dejen seguir sacándose los mocos en su despacho con aire acondicionado.
Los libros son el último reducto de civilización, bien dicen los libreros orientales que los que leen no roban y los que roban no leen. Los libros son la última barrera contra la barbarie, por eso cuando los bárbaros llegan al poder lo primero que hacen es quemar libros. Los libros no se tiran, se rescatan, se liberan y se protegen.
Mandar miles de volúmenes históricos a Cerro Patacón es un acto que denota la baja ralea moral de todos los cretinos involucrados. Pero que no haya pasado nada, que no haya nadie subiendo y bajando escaleras, que no haya habido una investigación penal y que no se haya cargado la responsabilidad que le cabe a cada uno de los responsables lo que nos demuestra es que la sociedad entera está yéndose a la mierda.
Y sí, ¿saben ustedes?, sí, que se lo roben, que alguien, por María Santísima se lleve todo el poco patrimonio mueble que nos queda, que alguien lo rescate porque hoy yo me he convencido de que en cualquier lugar estará mejor que bajo la responsabilidad de semejante panda de badulaques.