Se equivocan los que me acusan de atea, igual que se equivocan los que me acusan de no haber leído las sagradas Escrituras. No solo me las he leído sino que sé usarlas en la vida diaria. Y la Biblia dice que algunos somos dioses y otros son una mierda pinchada en un palito y el Primogénito de Yahvé nos avisaba de que no somos todos iguales, que siempre habrá ricos y pobres. Y que Él no vino a traer la paz sino la guerra (también dijo, por cierto que fuéramos comprando espadas, que bien sabía él que esto iba a ser un trepaquesube siempre y más nos valía estar preparados).
Pero tasca el freno, lobita, que te estás yendo por los cerros de Úbeda y pierdes a los lectores, aterricemos, ¿a qué viene todo esto? Pues a la nueva moda de minimizar los logros de los que algunos resentidos consideran ‘privilegiados’. Que no somos iguales lo sabe todo el mundo, ¡faltaría más!, a ver si pretenden ustedes compararme a mí con Bolota, por ejemplo. Desde luego que no todos somos iguales, ni provenimos de los mismos estratos sociales, ni hemos tenido la misma educación ni la misma suerte en la lotería paterna, pues no todo el mundo pudo tener la suerte que tuve yo con mis padres, por ejemplo.
¿Y qué quiere decir esto? Pues nada, señores, absolutamente nada. Porque, aunque los idiotas no lo crean e insistan en hacer énfasis en los casos en los que los hijos ‘privilegiados’ llegan más lejos que otros que no lo han sido tanto, podemos mostrar cientos y miles de casos en los que hijos de padres que lo tienen todo y a quienes todo se lo han ofrecido, los retoños se lo han pasado por el arco de triunfo o por las fosas nasales y han desperdiciado completamente sus mentados privilegios. ¿Entonces? ¿Debemos pedir perdón por haber nacido donde nacimos? ¿Debemos dejar de ser exitosos por lo mismo? ¿Debemos cortarles las cabezas a todos los hijos de aquel que destaque para que no destaquen ellos a su vez?
Todos este buenismo progresista me descoloca y me enferma ver cómo se minimizan los logros, tanto de aquellos que, surgiendo de una barraca han logrado convertirse en un ejemplo exitoso y que se esfuerzan cada día en aprender más y en apoyar a los que están peor que ellos, como a los que, tomando aquello que el Fatum puso en sus manos, se esfuerzan por hacer que sus siete monedas rindan beneficios en lugar de enterrarlas para que su Señor no les pida cuentas de lo que hicieron con ellas.
Tratar de cortarle la cabeza al que descuella es miserable y demuestra tan solo que aquellos que lo hacen no tienen talento propio que desarrollar y se la pasan, como Procusto, tratando de hacer que todos nos nivelemos a la baja.
Venga ya, tarados, dejen en paz a aquellos que hacen brillar su talento y en lugar de tirarles piedras a ellos, volvámonos hacia las instituciones y los gobiernos cuyo mandato es proporcionar a los que no tienen las facilidades pero sí el talento, las posibilidades de desarrollarlo en su máximo potencial. Porque somos expertos en enredarnos en las patas de los caballos y mirarnos al dedo en lugar de a la Luna, la culpa de que haya talento desperdiciado en este país no la tienen los que tienen la posibilidad de apoyar a sus hijos, ni los hijos que aprovechan lo que sus padres pueden ofrecerles, la culpa la tienen los hijueputas que, en lugar de crear estructuras públicas de calidad para todos, usan el dinero público para enriquecerse, condenando, ellos sí, a los menos favorecidos a seguir en la obscuridad.