Empiezo la filípica haciendo mi descargo, amo este istmo y parafraseo las palabras de Pedro Altamiranda: voy a cantar sus defectos porque sus virtudes las sé, y los voy a decir de frente, pues vengo de buena fe.
Panamá no es un país. Es una fachada.
Una fachada estilo feoclásico tardío pintada en aquel color rosa aiscrim de los cakes de cumpleaños de la pastelería de nuestra infancia; una fachada decorada con cisnes de concreto pintados con espray dorado colocados sobre las columnas corintias que sujetan las verjas rococó que cierran el terreno.
Una vez traspasado el umbral de la puerta donde cuelga la cruz de paja bendecida en el último Domingo de Ramos y el manojito de arroz junto con el sticker ya craquelado y desteñido del último censo y la cartulina clavada con una chincheta del Minsa que asegura que no hay criaderos de mosquitos, las cosas son un poco diferentes.
En Panamá puedes ser un coño fácil y que el cachero de turno te busque en el mall a la hora del almuerzo para ir a la Vía Láctea o tirarte a un subordinado en el sofá de tu despacho. Pero debes vestirte como una dama. O una pseudodama. Puedes haber ido a buscar novio a país extranjero pagando el viaje con fondos públicos, pero eso sí, con la falda siempre tapando la rodilla y sin transparencias, con el pelo malo bien estirado y las uñas recién hechas. Y no puedes decir groserías, que eso desluce.
En Panamá, tu marido puede haber sido un delincuente que desfalcó un banco, al que todo el mundo conoce por su descaro, pero sigue llevando traje y corbata, tú sigues con él, llevas su apellido y te escandalizas cuando una mujer dice palabras sucias. Vives de apariencias, mamita.
En Panamá puedes haber atropellado a dos personas, causándoles la muerte mientras ibas borracho cual cuba, pero ellos se lo buscaron por ponerse delante de tu auto, mientras sigas llevando corbatas finas y levantando la voz, te seguirán saludando y llamándote don.
En Panamá el problema no es robar, robar roban todos, es más, los que votan por ellos votan suspirando de anhelo para llegar y robar. El problema de fondo es que en Panamá hay que robar aparentando no ser un caco. Hay que mantener las apariencias, ir a misa, ser humilde. Ser humilde en Panamá es importantísimo, mucho más que ser honrado, mucho más que ser capaz, mucho más que estar bien preparado. Ser humilde es condición sine qua non para que te consideren una persona respetable. En realidad lo que se exige es aparentar serlo, aunque por dentro estés vomitando de asco, como sin duda lo están la mayoría de los ‘humildes’.
En Panamá el qué dirán es ley. A causa del qué dirán los matrimonios son bíblicos, marido y mujer salen en la foto de familia masticándose pero sin tragarse y el vínculo sagrado se mantiene, ¡ay de aquel que rompa el quorum y muestre al mundo abiertamente otra cosa más allá de un matrimonio feliz! Aunque todos sepamos que es más falso que un billete de tres y medio.
En Panamá debemos aparentar ser felices, ser humildes, ser conformes y llevarnos bien, cuando en realidad todo eso no es más que fachada. En Panamá no puedes ‘creerte más que nadie’ porque eso está mal visto, pero nadie se cree igual que el otro. Los que hablan de los ‘indios’ como unos borrachos, se creen mejores que ellos. Los que dicen de los cuecos que son unos pervertidos se creen mejores que ellos. Los que murmuran de la divorciada a sus espaldas se creen mejores que ella. En Panamá no está mal creerlo, sino mostrarlo
El problema actual en Panamá es que se ha restregado la sinvergüenzura en la cara a los de abajo. Se les ha mostrado que unos pueden darse el lujo de ir a curarse al extranjero cuando aquí los papás y los hijos mueren como perros. Que unos beben fino mientras otros se acuestan sin cenar. El problema de las fachadas bonitas es que no tengan en qué apoyarse. Mucho oropel africano, mucho donaire y esplendor, pero Panamá eso era, apenas carroza de Carnaval, hecha de papel maché. En cuanto cayó la lluvia de los malos tiempos se deshizo y ahora se escurre la témpera dorada.
Lo que están haciendo ahora es seguir intentando emparapetar la fachada. Ponerle un nuevo parche y luego pintarla de dorado con escarcha. No se hacen reparaciones reales y el daño estructural seguirá carcomiendo la estructura hasta que todo colapse y nos vayamos a la mierda. ¡Hoooorror! Sí, señores y señoras, he escrito mierda. Y lo he hecho porque alguien tiene que señalar las bolas colganderas del emperador, que estamos en pelotas a pesar de haber pagado una fortuna por un traje carísimo de hilo invisible.
Superen de una puta vez las groserías.