“Antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea”, así se define en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española el odio y de este sentimiento dijo una doñita que yo estaba llena por criticar a la panda de golfos apandadores que nos desgobiernan. El odio es uno de esos sentimientos ante los que la gente no sabe cómo reaccionar, sobre todo en este país de hipócritas doble cara.
El odio a cara descubierta es algo impensable para la jarca de sonrisitas y cuchillitas que nos rodean, para aquellos que ronronean delante de nosotros esperando el momento de clavarnos el puñal hasta la cruz entre los omóplatos.
Párense a pensar, ustedes que aseguran no odiar a nadie, ¿serán capaces de reconocer ante ustedes mismos que eso no es verdad? Dejen por un momento la hipocresía, están leyendo esto en silencio, nadie los está viendo, dejen por un momento de engañarse, créanme, su dios no va a castigarlos por reconocer su pecado, piensen en esa persona de la que no soportan ni siquiera el sonido de la voz. Piensen en cómo les chirría hasta escuchar su nombre, reflexionen en todas y cada una de las veces que le han deseado, quizás no la muerte, pero sí que se vaya en churria patas abajo, que esa sonrisa que tanto los molesta se le reviente contra el suelo y los dientes le vuelen por los aires como arroz en boda.
Perdonen que no me crea ni un poquito eso de que ustedes no odian a nadie, que aquellos a los que en un momento dado odiaron ya estén muertos o que se perdieran en las brumas del tiempo es otra cosa.
Odiar no implica que actuemos sobre el objeto de nuestra inquina. El odio es propio, individual y privado y del sentirlo al hacerlo hay un trecho que divide a los psicópatas de los seres humanos.
¿Es más humano odiar y reconocer el odio o ser hipócritas mientras por dentro te retuerces de asco al tener que darle la mano a quien no puedes soportar ver ni en pintura? ¿Soy yo peor por negarte mi mano y dejarte con la tuya extendida que tú por venir a saludarme como si fuéramos mejores amigos?
No sigan insistiendo, odiar no es ser malo, hay gentuza que se merece más que nuestro desprecio, hay entes bípedos que se merecen el repudio, el desprecio y el odio. Odiar no es ser malo, odiar es reconocer que nosotros no somos como ellos.
Sí, señora, estoy llena de odio, pero no se crea que solo odio a los que en este momento están chupando de la teta del puesto al que se aferran, no. También odio a los que los defienden, a los que estuvieron allí antes que ellos y a todos los que de una u otra forma se han aprovechado de la cuota de poder que obtuvieron cada cinco años para obtener beneficios pírricos a costa de todos nosotros. Los odio a todos porque todos, de una u otra forma, son responsables, por ejemplo, de la muerte de los niños que se arriesgaron a ir a la escuela.
También odio a los tibios, como usted, doñita biempensante, y en esto sigo al pie de la letra las palabras del Altísimo cuando dice, en Apocalipsis 3 15-17, «Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca».
Yo soy caliente, lava ardiente es mi corazón y en él no tiene cabida el quedar bien, el depende de lo que me conviene o el espera a ver si saco algo de la situación. Si te quiero te quiero con locura, si te desprecio, no me voy a molestar en mirarte a los ojos, si te odio, no podrás regresar a mi afecto nunca más. Las cosas claras y el chocolate tan espeso que la cucharilla pueda tenerse en pie dentro de la taza. Odiemos, señores, odiemos a aquellos a los que no debamos tener en nuestra vida, ni a nuestro alrededor o en nuestra sociedad.
Odiar es sano y, como dice el meme, el respeto mantiene los dientes en su lugar.