Ayer, a media mañana y bajo un sol inclemente, me senté en la nave central de la antigua catedral de Panamá Viejo a contar cuentos. Hoy, quince de agosto, conmemorando los quinientos dos años de la fundación de la ciudad llamada Nuestra Señora de la Asunción de Panamá, a las once de la mañana, habré de estar en el mismo sitio, contando cuentos.
Ayer en el sitio arqueológico de Panamá la Vieja calcinaba el suelo una solana de agosto, envolvían las piedras vaharadas de humedad que emanaban de la yerba, del manglar, del mar. Y había gente. ¡Mucha gente! Montones de gente.
Me sorprendí al aparcar el carro y comenzar a caminar hacia donde me habían indicado. Me sorprendí porque, (no se sorprendan ustedes), yo creía que no iba a haber nadie. Al fin y al cabo ¿quién querría ir a escuchar a alguien contando cuentos a las once de la mañana de un catorce o un quince de agosto en Panamá? Pues ya ven, señores, montones de gente.
Y muchos niños. Una bandada de criaturas absortas en las palabras de aquellos panameños que durante décadas, durante centurias, han recogido los cuentos que los panameños se cuentan.
Pasaban los minutos y los pelaítos se negaban a los llamados de sus padres que, torrados por el inclemente Lorenzo, trataban de que bajasen de la tarima donde estaban prendidos a la historia de Tuira, de la bruja de la Porcara, del Tío Conejo. Niños que descubrían en el protagonista del cuento del Pozo de Mariana del Monte al Rojo, al Malo Maluco, al del tridente. Niños y niñas que, con los ojos muy abiertos, se estremecían con cuentos que nunca habían escuchado y que deberían saberse de memoria. Mientras yo miraba a los papás que, sudando y buscando resquicios de sombra, sonreían al escuchar los lances del tigre furioso y el armadillo.
Porque aunque el istmo haya parido a maravillosos poetas y a fantásticos novelistas, Panamá es un país de cuento. Un país de cuento de hadas o de cuento de terror. Panamá es el país del “Venga y le cuento”. En Panamá el cuento es cuento, el chisme es cuento, la historia que nunca existió se convierte en cuento y la historia histórica también es cuento. Panamá se cuenta para saberse, para reconocerse. En Panamá la anécdota se cuenta como un cuento, con planteamiento nudo y desenlace, en un esquema clásico que apela a las emociones y a las pasiones. Panamá se cuenta cuentos para reír, para soñar, para llorar, para vivir y para recordar quién es, de dónde viene y a dónde va. Y a través de los cuentos que se han contado en Panamá vamos a reconocer, nuestro Panamá, el diverso, el dicroico, el contradictorio, el cruel y el ingenuo, el generoso y el que nos da un poquito de miedo.
Los intelectuales discuten infructuosamente acerca de la identidad nacional y de la importancia de que las nuevas generaciones se sientan parte de un algo mayor. ¿Qué tal si seguimos apoyando a los que les cuentan su acervo de cuentos?
Al fin y al cabo los seres humanos lo somos desde que, hace ya miles y miles de años, nos reunimos por primera vez alrededor de la palabra contada para sabernos a nosotros mismos. Para aprender quiénes éramos, de dónde veníamos y a dónde íbamos. Para recordar a los héroes y para poner sobre aviso a los más pequeños acerca de las acechanzas de la bruja, del gigante y del espíritu malvado.
Al fin y al cabo, todo en la vida es cuento y los cuentos, cuentos son.
¿Nos contamos otros quinientos años?