Doce mil seiscientas sesenta y siete niñas parieron en Panamá en el 2019. Esa cifra, aunque ustedes no se lo crean, no es del todo cierta. Porque no se cuentan ahí los embarazos no registrados, los que se malograron antes de que la niña se lo dijera a los padres, los que llegaron a término sin que nadie se enterara y parió en la letrina y ahí mismo tiró al neonato y aquellos en los que los padres sabían, pero, para evitarse la vergüenza, hicieron parir a la niña en casa y se encargaron del bebé, de una u otra forma. No me vengan ustedes con que esas cosas no pasan, que esas cosas no ocurren, que vivimos en un país donde la gente es buena y es imposible que una madre o unos abuelos sean capaces de tamaña crueldad.
Siento ser yo la que los saque de su mundo de unicornios rosas y arco iris de colores. Las niñas y los niños son seres sexuales, no, no hace falta que el reguetón se lo enseñe, ya el instinto les provoca rasquiña y ellos se rascan como pueden, contra la almohada, con el cabezal de la ducha higiénica, con un agujero en un melón o a dedos. Como se ha hecho toda la vida de Dios. Y en el momento en el que el instinto los empuja cual imanes unos a otros, se refocilan como lo que son, animalicos jóvenes descubriendo lo bien que se siente y el gustirrinín que da. Si ustedes, padres, madres, tutores, curas o pastores, creían aún que un adolescente es una tabula rasa en la cual no hay marcada ninguna indicación hacia el sexo irrestricto, piensen otra vez, porque, por si todavía no se han dado cuenta, somos animales, y en nuestros genes está, como un impulso mandatorio, al lado del de supervivencia, el de reproducción. ¿Que luego la moral, las costumbres o la razón, todas juntas o por separado, logran controlar ese impulso? Pues sí, a veces y con buena educación, pero no siempre y no en todos los casos. Una vez asentado esto, y aceptado, (aceptado porque no tenemos más remedio que aceptarlo, así que dejen de patalear, levántense del suelo, límpiense las lágrimas y los mocos y escuchen, que no he terminado), debemos decir que es un fracaso nuestro, como sociedad, que tantos miles de niñas estén embarazadas. Que es un horror que en muchos casos las chicas repitan un ciclo de pobreza, que
es un asco que nadie se haya preocupado en serio de estas niñas y que, en lugar de tomar acciones concretas para paliar los efectos de este embarazo, se desentienden de ellas y del fruto de su vientre, asombrándose después de la mierda de sociedad que les estamos dejando a nuestros herederos. El que una niña se quede embarazada es entendible, podemos comprenderlo por muchos factores, podemos acusar al fanatismo, y no podemos negar que los religiosos fanáticos tienen culpa en muchos casos; podemos acusar a las familias, a los políticos, al sistema educativo, o a San Serenín del Monte, si quieren, el hecho es que, con echarnos las culpas unos a los otros, no solucionamos el asunto. Si de verdad queremos ayudar, tenemos que mojarnos el culo, rascarnos el bolsillo o remangarnos y ponernos a trabajar con cualquiera de las asociaciones que pelean, día a día, con esas niñas y su entorno.
¿Que si debería hacerlo el Estado? ¡Pero desde luego!, itero, bajen ustedes de ese mundo de nubes irisadas, aterricen en Panamá, ¿recuerdan ustedes el escándalo del Senniaf? Exacto, ese es el Estado fallido que tenemos.