Salí el otro día a hacer uno mandados y casi me da un faracho cuando miro hacia arriba y veo, encima del techo de la farmacia, a Rudolph. Ahí, tan campante y sonreído, con su enorme narizota roja. Dando la bienvenida al infierno navideño.
Y yo me sentí robada y estafada. ¿Quién me ha robado mi año? Hace apenas unos días era Carnaval. ¿¡Dónde coño se han metido los meses que faltan?
Debajo del reno, (por otra parte, animal tropical donde los halla y que, con su sombrero de fieltro forrado en piel de armiño, debe estar superfeliz y fresquito ahí arriba a plena solana), encontré de nuevo el horror de purpurina y espumillón, bolas, floripondios y adornos espantosos. Un despliegue de gasto inútil y absurdo. El súmmum de la ridiculez consumista. Velas, arbolitos y colgarejos. Figuras grandes, pequeñas, medianas. Figuras clásicas, modernas. Belenes de todos los tipos y hechuras. Papanoeles, renos y duendes.
Y los villancicos. Los putos villancicos. Villancicos en la farmacia, villancicos en el supermercado, villancicos evrigüear. En inglés y en español, instrumentales, modernos, con gaitas y sones célticos o el puñetero burro camino a Belén que para en el río a ver cómo beben los peces el agua que ensucia la Virgen que lava la caquita del Niño y la tiende en unas piedras. A todos esto, me pregunto yo, ¿el Niño hacía caca? Sí, claro, qué tonta estoy, obviamente, si es Dios y hombre verdadero, como se remarca en el Credo. ¡Ay, que se me ha escapado una herejía docetista! Mea culpa, mea culpa. Penitenciágite, Loba.
Pero yo sigo sintiendo que me han estafado, que me han engañado, que me han asustado y amenazado durante meses para tenerme a buen recaudo en mi guarida mientras alguien hacía su agosto, (y su mayo, junio, julio y septiembre) y ahora me dejan salir de mi encierro tan solo para que compre. Para que aproveche el blacfraidei y el Día de la Madre y el Amigo Secreto y que rellene el arbolito que debo instalar, sí o sí, bien bonito. Y que compense a los niños con miles de juguetes para suturar las heridas del -alma que han dejado todos esos meses de encierro.
Y me siento estafada. ¿Qué quieren que compre? ¿Para qué? ¿Con qué?
Me siento estafada porque no nos permiten parar a pensar, porque nos llevan y nos traen como a borregos a la voz del pastor y al mordisco del perro.
Me siento triste y estafada. Esta Navidad para muchos de nosotros no va a ser Navidad. Para los que van a tener que hacer turnos en los hospitales, para los que se han quedado sin casa, sin negocio, sin ahorros, gracias al mal manejo del Gobierno, para los que han perdido a un ser querido. Para los que nos quedamos solos y lejos de aquellos a los que desearíamos tener cerca por protegerlos, cuando en realidad, los que deberían haber hecho ese trabajo fueron otros a los que se les paga por ello. No, no me canten villancicos. Ni me inviten a poner espumillón en mi tristeza. Celebrar Navidad está muy bien, un nuevo ciclo, y bla, bla, bla, pero para mí, la Navidad es un anuncio de turrón El Almendro, “Vuelve, a casa vuelve, vuelve a tu hogar, que hoy es Nochebuena y mañana Navidad…”
Y yo no puedo regresar a mi hogar, así que pueden irse metiendo por donde buenamente les quepan sus buenos deseos, su felicidad de mentirijillas y sus cursilerías.
Me han estafado, encerrado y maltratado. Y ahora no me da la gana de ser feliz.