Ay, María, no sabes cómo te entiendo, también los dos míos decidieron nacer de noche. Y ahí me ves a mí, que si hay algo que me revienta las pelotas es que me despierten cuando estoy dormida, pasando la noche en el paritorio, esperando a que me suban a planta, esperando a que me traigan el fruto de mi vientre, o corriendo a media noche al hospital y gritándole a la comadrona que llame de urgencia al médico porque entre los muslos se me escapa el niño como pececillo que quiere irse a beber una y otra vez con sus amigos.
Y te entiendo, María, como seguro te entienden todas las mujeres que han sido madres, todos ahí, babeando con el gusarapo, lleno de sangre y líquido amniótico, dependiente por completo de tus brazos y feo, (señores, no se engañen, todos, sí, todos los recién nacidos son feos).
Ya, ya sé que me van a decir ahora que el Hijo de Dios no puede haber nacido feo y yo les diré, señores míos que si ustedes piensan así son unos herejes docetistas. Porque la Santa Madre Iglesia ha afirmado inequívocamente, ya desde
el Primer Concilio de Nicea en el año 325, la humanidad de Jesús, es decir, que
es dios, sí, pero que también es hombre completo y verdadero. Y no hay ningún
dogma que afirme que ese hombre nació bonito. Así que, como hombre verdadero, debemos suponer que nació como todos, arrugaíllo, amoratado y berreante. Muy diferente, desde luego a las hermosas idealizaciones que nos muestran los artistas.
En una cuadra, imagínense ustedes, con las bostas del buey dando calorcito, sí pero también aromatizando el ambiente, que el olor a santidad estoy segura de que no logró acallar el hedor de mierda fresca, placenta recién expulsada y animalidad.
Y allí llegan pastores a adorar al Niño, claro, como siempre. Pero que a quien
debería de estar todo el mundo aplaudiendo es a la Madre.
Que es ella la que en pleno invierno tiene que bajar al río a lavar los pañales llenos de la caquita del Divino Niño. Que será divino, reitero, pero como humano seguro que también cagó y vomitó y se embadurnó de barro jugando y dañó las únicas sandalias que tenía y la madre se echó las manos a la cabeza diciendo para sí misma, si es que encima no puedo amenazarte con decírselo a tu Padre cuando vuelva a casa.
Porque el niño que nació hace dos días aún no hace más que comer y dormir y la madre todavía no vislumbra la que se le viene encima, pero esa pobre madre a la que nadie le lleva regalos (¡qué huevo!… los regalos son solo para el recién nacido, coño, cuando es la madre la que hace todo el trabajo duro) aún es una adolescente e, inconsciente, encuentra un hueco para peinarse después de haberse lavado con un poquito de jabón; jabón que, por otra parte, seguro que había hecho ella misma con cenizas y grasa, y que le agrietó las manos al tener que revolver la mezcla en el fuego.
Porque hoy es Navidad, y ha nacido Dios, y todos tocamos la zambomba y el almirez pero poco pensamos en la Madre, en todas las madres. Al fin y al cabo, si ella hubiera dicho <<Nanay>>, al Palomo Tordo se le hubieran torcido todos los planes. El libre albedrío de querer ser madre, con la que caía entonces y con la que está cayendo ahora. La valentía de asumir el reto de parir, cuidar y soltar…
Poco, demasiado poco, pensamos en la madre cuando celebramos un nacimiento.