La gente es pesada y cansina. E incongruente. Y a la gente le encanta meterse en
lo que no le incumbe. Les cuento una historia, hace muchos años, en el pueblo
donde pasaba mis vacaciones, había un tonto. Quiero decir, en todos los pueblos
hay un tonto, y ojo, si usted no sabe quién es, es porque, entonces, el tonto de su
pueblo es usted. Pero continuemos, el pobre Manolo en aquellos años debía
andar entre los treintas y los setentas, era un adulto hecho y derecho a la vista de
los niños desharrapados que vivíamos los estíos empeñados en desmontar la paz
y la calma de las calles silenciosas a base de gritos y derrapes de bicicletas.
Manolo se pasaba los días caminando por el pueblo, igual te lo encontrabas
arriba, en el camino al cementerio, que en la Rodera, o abajo en el río, apoyado en
el pretil del puente.
Manolo recogía trocitos de cordel, de hilo, de estambre o de cuerda, pedacitos
perdidos en el suelo, o llevados por la brisa hasta sus pies, los recogía y los
limpiaba soplándolos con fuerza, y luego se los embutía en la nariz para
guardarlos. Allí tenía su reserva de cordeles para cuando se le deshacían los que
tenía siempre entre los dedos, eternamente entre los dedos, dándoles vueltas,
anudándolos y desanudándolos. En un juego de prestidigitación que yo imaginaba
infinito. Manolo hablaba poco y todos los niños le teníamos algo de miedo.
Solo se dirigía a los padres, y sobre todo a aquellos a los que veía con niños
pequeños, se acercaba y les soltaba a bocajarro: “¿Porqué no tiras al niño al
tejado y le prendemos fuego a la casa?” Los que ya lo conocían le decían
cualquier frase para salir del paso y para que se alejara de los bebés. No era
peligroso, todos lo sabíamos. Pero para una madre primeriza un tipo grandón
sugiriendo que su hija fuera arrojada al techo de una casa y que se prendiera
fuego al edificio, pues no era tranquilizador, como pueden ustedes imaginarse.
El hecho es que Manolo ha quedado en mi galería de personajes preferidos. Lo
tengo allí guardado al lado de la señora Joaquina y de mi vecino del primero. Pero
de esos ya les hablaré en otra ocasión.
Empecé esta columna diciendo que la gente es muy cansina, y me reitero; y la
mayor parte de ellos tienen, aunque no quieran reconocerlo, un Manolo interior.
Cuando estás soltera y no tienes hijos te amargan la vida a preguntas
impertinentes acerca de tu reloj interno, (les juro que yo nunca escuché ningún tic
tac en ningún sitio) y de arroces pasados y trenes que te dejarán esperando en el
apeadero. Pero luego, cuando por fin decides parir un pequeño trozo de carne con
ojos, Manolo sale a relucir. Y la gente que te rodea parece que desea que lances a
tu bebé babeante al techo de la casa bellavistina o sanfranciscana (de las pocas
que quedan) más cercana, y le prendas fuego.
Yo, lo acepto, soy Manolo. A mí los niños solo me gustan en dos versiones: los
míos y los que están lejos. Pero tampoco voy a preguntarte que porqué no tienes
progenie. Que los consejos no pedidos sobre maternidad y crianza deberían estar
incluidos en la ley sobre piropos, son acoso, y a la madre no le importa en
absoluto su opinión, personaja.
Que la mayor parte de las veces la mejor pregunta es la que no se hace y el mejor
comentario es aquel en el cual te metes la lengua en el culo.