Eres niño y la muerte no es más que una frase para decir que algo te encanta, ‘Está de muerte lenta’, y entornas los ojos mientras te deleitas en el gusto, el olor, el recuerdo o el anhelo. Eres tan niño que la muerte te queda a desmano.
Es algo que te han ocultado, quizás. Te mentían hablándote de fincas donde una tía a la que nunca has visto ni jamás vas a ir a visitar va a cuidar del hámster que anteayer desapareció de su jaula. “Se lo mandamos a la tía, ella lo necesitaba para que se comiera la cebada, que este año hay mucha cosecha. Allí va a ser muy feliz”. En aquella finca conviviría con perros, gatos y la abuela Genoveva, que un día sintió la necesidad de respirar aire puro.
Te endulzaban la muerte diciéndote que el abuelito se había dormido para siempre. Y tú, un poco más espabilado, entrabas en crisis porque no tenías clara cuál era la noche en la que ibas a dormirte para no volver a despertar.
Te escondían a los muertos porque parece una contradicción que aquellos que apenas estén empezando a vivir se acerquen siquiera a los que ya están terminando su paso por este valle de lágrimas.
Incluso cuando eras una metomentodo y fisgabas detrás de las puertas las conversaciones que se suponía que no debías escuchar o escondías al pajarito que habías encontrado frío al pie del nido bajo una piedrecita para ver si se despertaba; incluso cuando leías libros y en ellos se habían escrito cosas como ‘nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar que es el morir’, incluso entonces, la muerte era extraña y lejana.
Y de repente, antes de que nos demos cuenta, se nos comienzan a morir y no sabes qué día o a qué hora pasó. No sabrías decir, aunque te vaya en ello la vida, como en efecto te va, cuál fue el instante en el que la muerte se asentó a tu lado, ahora sí, señora soberana de tu vida y tus afectos.
Entonces dejas de escuchar la voz de tu mejor amigo al otro lado del teléfono, aunque décadas después aún te descubras tomando el aparato con la intención de hablarle; entonces te descubres sentada en el suelo de una veterinaria sosteniendo entre los brazos a un montoncito de pelo que clava en tus ojos aquellos ojazos inmensos y tú no quieres llorar hasta el instante en el que sientes que ya no es para que lo último que se lleve sea solo tu sonrisa. Entonces, sin saber ni cómo, te descubres teniendo que escribirles elegías a tus amigos, cuando apenas hacía unas semanas estábais tomando mezcal y escuchando boleros.
Empiezas a tener que ir a funerales de padres, de hermanos, de abuelos y, horror de los horrores, ¡de hijos!
La muerte, como buena madre, te ha dejado jugar alejándote de ella, permitió que te sintieras grande, sabio, valiente y fuerte, sabiendo que todos los caminos regresan a su regazo.
En este punto del camino de la vida hay varias sendas para elegir, puedes seguir cerrando los ojos y jugar a las escondidas, si no la veo no existe, si no la pienso no me alcanza; puedes resistirte, tomar vitaminas, comer guineo y manzana, dejar el tabaco, el alcohol, la carne roja, el azúcar y la sal, puedes hacer meditación y yoga, puedes llevar mascarilla y alejarte dos metros del resto de la humanidad… De cualquiera de las dos maneras te vas a morir.
La tercera opción no lleva a un camino diferente, te vas a morir igual, pero la vida habrá valido la pena, cuando has amado, reído, bailado y bebido. Cuando has leído, viajado, bordado o tejido, cuando has montado en moto, te has tirado en paracaídas, has criado hijos o vacas, has dormido hasta tarde o te has despertado al amanecer, cuando has pasado tu vida viviendo como has querido en lugar de pensar en la muerte, la Muerte sonríe al darte la mano.
Y así tus amigos, tus hijas y las amigas de tus hijas, por ejemplo, estarán tristes, sí, pero no inconsolables. Y serán capaces de reírse entre lágrimas mientras te recuerdan.
P.S. Gracias, Elda. Siempre. ¡Ah!, y salúdame a Pepín.