En la vida solemos ir a media luz, mirando justo delante de nuestro morro en el ajetreado día a día.
La rutina nos abruma y deslavaza nuestro brillo haciendo que todo se convierta en una acuarela aguada en tonos beige. Sí, beige, ese color que no es ni marfil ni blanco, ni hueso ni nieve, el beige es ese color absurdo con el que se pintan las paredes de correccionales y hospitales. Un color que no es color. El beige es el color de la muerte de la alegría. De ese color me imagino yo el Purgatorio; mientras que el Infierno es una oda a la belleza del negro, el negro del cuervo, de la pantera y la obsidiana, y el Cielo, un derroche del femenino azul, un poco cursi y algodonoso. ElPurgatorio no es más que un lugar sin personalidad, ni chicha ni limoná, ni blanco ni negro, un aburrimiento eterno.
Pero esperen que me pierdo, estaba hablando de nuestro diario vivir, de la rutina, de esa espiral en la que entramos casi sin darnos cuenta, (cuando somos niños queremos ser mayores y antes de darnos cuenta, la adultez ha devorado nuestra ilusión y nuestra fantasía), y así seguimos, día tras día como caballito trapichero, dando vueltas en la rodera sin saber siquiera qué tan tristes estamos, hasta que alguien abre una ventana.
Y por esa fenestra, de pronto, entra a raudales la luz.
Una luz que no rompe los ojos, no la luz absurda del mediodía que revienta las pupilas en una explosión de ceguera, sino aquella luz tierna de los atardeceres pacíficos de la niñez. Los atardeceres que se derretían sobre la campa o en una represa, donde el día se estiraba en eternidades con sabor a chicle de fresa, música en casettes grabados de la radio y olor a renacuajo.
Para mí estos últimos días han sido esa ventana. Sones que suenan a vida, voces que suenan a casa. Sabores que traen luz.
La luz de la música compartida. Un latido. Un rasgueo de guitarra. La risa.
Algo que te recuerda que vivir no es solo hacer todo eso que no te da placer, que la vida va más allá y que si te olvidas de llegar hasta ella la culpa no la tiene ella, la tienes tú por no escapar a tiempo de la noria infinita de días idénticos a sí mismos.
Porque a veces debemos romper la rutina y dejarnos sorprender, debemos abandonar el cansancio, la dieta, la pereza, la mesura, la edad, el no debería y el debería. A veces debemos mandar a la mierda el ahorro, el qué pasará mañana, (¿quién mierda puede asegurar que llegaremos vivos a mañana?), el no tengo nada que ponerme y dejar que la luz nos cubra.
Cuando te abandonas a la luz de esas sorpresas inesperadas es como si te hubieras tumbado en una playa un día de verano, cuando sientes la caricia del sol hasta la médula de los huesos y semanas después tu piel aún sigue escupiendo brillo y felicidad oscura y dulce como la melaza.
Esta semana A Roda estuvo en Panamá. He bailado hasta que los pies han terminado como hogazas de kilo, he cantado hasta quedarme ronca sin importarme un carajo no saber cantar, me he reído hasta llorar y la música y el calor de la luz que ha entrado por esa ventana me acompañarán mucho tiempo.
En serio, ofrézcanse a sí mismos, de vez en cuando, una oportunidad, corran las cortinas del tedio, abran de par en par la ventana que da a la felicidad y, de ser necesario, láncense por ella sin paracaídas.