En aquel entonces y según lo que la Palabra del Dios de Israel sentenciaba, cualquier mujer que hubiera sido perjudicada antes del matrimonio estaba en la cuerda floja. Si el prometido la repudiaba se encontraba entre la piedra y el piso. Pero el Santo Varón la acogió y la protegió, le dio casa y nombre y crio al hijo que no era suyo.
Celebramos hoy a los buenos hombres, a los que desde hace milenios han puesto el pecho para detener las balas destinadas a los más débiles, a los que frente a cualquier peligro gritan “¡Las mujeres y los niños primero!”, los que se lanzan, espalda mojada, a cruzar un río para ofrecerle a su familia la oportunidad que ellos no tuvieron. Hoy se celebra a los hombres, a los miles, cientos de miles, millones de hombres buenos, cariñosos y honestos.
Desde hace un tiempo hay una especie de campaña truculenta montada contra los hombres, algunas descerebradas repiten como papagayos consignas que oscilan entre el “Todos son violadores” hasta el “No me importa que por uno paguen todos”. Campañas que han llegado a ser el punto de partida de leyes absurdas y contraproducentes. Consignas que han contaminado el cerebro de miles de muchachas que en lugar de entender que hay todo tipo de personas en el mundo, gente buena y gente mala y que algunas pueden haber tenido la mala suerte de encontrarse con hijos de puta, pero que también hay hombres honestos y que se visten por los pies. Hay hombres a los que merece la pena amar y cuidar. Hay hombres que se preocupan, que cuidan, que comparten trabajos y penurias, que velan y lloran, que se esfuerzan por hacer que sonrías.
Padres que luchan por sus hijos, que pelean durante años contra leyes absurdas que les restan derechos tan solo por ser hombres porque, según los cerebros de mosca de la fruta que nos dirigen, la madre siempre es la mejor opción para los hijos y los padres, que saben la equivocación que cometieron cuando combinaron sus genes con los de ella, ruegan y rezan cada día para que a la tarasca no se le crucen los cables hasta que su hijo sea lo suficientemente grande para poder huir del lado de la psicópata con la que las leyes los obligan a convivir. Algunos tienen suerte y sobreviven con secuelas, otros, como réplicas horrendas de los hijos de Medea, no tienen tanta suerte y terminan ahogados en una bañera, asfixiados con una almohada, envenenados o lanzados al vacío, apuñalados o estrangulados por las mismas manos femeninas que debieron haberlos cuidado.
Las estadísticas no mienten (en los países en los que estas cosas se miden, claro está), y el número de filicidios cometidos por las madres es igual e incluso, en los malos años, superior a los cometidos por los padres. Pero seguimos creyendo que la madre, por el hecho de haber parido, es la única que puede sentir amor por sus hijos. Los que así piensan nunca han visto a una cerda comiéndose a su lechigada y por eso se dejan convencer por los cantos de las sirenas y confían en esas fieras con rostro de mujer y garras de arpía que las arrastran a vivir en medio del miedo y la desconfianza.
Hoy se celebra el día del padre y yo quiero romper una lanza más en favor de aquellos que tantos lanzazos han recibido por mí. Quiero recordar desde aquí a los hombres buenos que me he encontrado, a todos ellos, a los que me han acompañado en el trabajo de crecer, reír, beber, viajar, ser madre, quererme y respetarme. A los que han caminado a mi lado, a los que han caminado delante de mí para que no tropezase, a los que me han seguido para cuidarme la retaguardia, a los que solo necesitan una palabra para estar. Y a mis hijos, porque llegando a ser hombres de bien me enseñan a ser mejor día a día.