Los que me conocen saben que siempre he sido una cabra loca. Me gusta más el
monte que a un perro un hueso. Fotos tengo desde pequeña trepando, y
deslizándome, entre nieve, en medio del monte y entre las piedras del río. Me he
tirado en paracaídas y he cruzado el Darién. A pesar de no haber hecho deporte
en mi vida no soy lo que puede denominarse una mujer sedentaria. Pero los que
me conocen saben también que tengo una tendencia natural a tener accidentes.
Esquinces de tobillo. Episodios de vértigo. Lipotimias. Tendones desgarrados,
brechas en la cabeza y moratones diversos en toda mi anatomía.
Dos años me mandaron mis padres de campamento de verano. Y ambas
temporadas, durante la fiesta de la última noche, donde se daban los premios al
más comilón, al más madrugador o al que más se perdía en las excursiones, a mí
me dieron el Miss Pupas y Miss Enfermería. Y el segundo año salí a recibir el
premio con un filete crudo puesto sobre el ojo derecho, que se parecía mucho a un
tajo en un tomate después de un aparatoso accidente en el que estuvieron
involucrados mi ímpetu, mi torpeza, la litera superior y el larguero de la litera de
abajo más cercana.
No se imaginen que el estar encerrada en casa es óbice para que yo tenga
accidentes. Quemaduras, luxaciones de dedos, un ataque de lumbago. Nada
serio, desde luego, y la automedicación o la llamada al amigo médico chillando de
dolor en medio de la madrugada permiten manejar el problema sin mayores
complicaciones, gracias, Osvaldo. Pero no quiero imaginar lo que podría pasar si
la cosa se complica y hay que ir a urgencias. La pandemia ha exacerbado el dolor
de cabeza de acercarse a un hospital. ¿Vas a ir al hospital por un luxación en un
dedo por poner demasiado ímpetu en sacudir una toalla? ¿Y si el remedio es peor
que la enfermedad? ¿Y si no te atienden de una vez y te pilla la batida? ¿El
hospital será el foco de contagio después de casi doscientos días cuidándote y
cuidando a los tuyos?
No puedo imaginar lo que debe ser tener a niños pequeños en la casa, si ese
hubiera sido mi caso me hubiera dedicado a envolver con papel de burbujitas
todas las esquinas, los bordes y las partes puntiagudas de todos los muebles en la
casa. ¿Sufrir el estrés de llevar a un niño al hospital según están las cosas? ¡Qué
va! El café es más fácil de conseguir, y, en el peor de los casos, se puede usar
una aguja de coser pasada un par de veces por el quemador de la estufa. Si el
crío se parte un diente, ni modo, si es de leche no importa, y si es definitivo,
tampoco; seguro que después de la pandemia hay tantos con la sonrisa mellada
que va a terminar poniéndose de moda. Cuidado y los dientes tallados marcan
tendencia para el otoño boreal, si las canas ya son perfectamente aceptables
después de varios meses de no haber podido pasar por el salón, ¿quién dice que
los huecos en la dentadura no serán aceptados?
Puede ser que esta pandemia nos haya servido para volver a aprender que hay
cosas que se resuelven solas y que no tenemos que ir a urgencias por cualquier
tontería. Quizás ese trozo de cosa de color crema, toda sanguinolenta, que asoma
por la herida abierta no sea una esquirla de hueso. Quizás si me lo vendo y me
tomo una manzanilla se me pase y pueda evitar ir al hospital.
por: Mónica Miguel Franco