Las princesas están tristes, ¿qué tendrán las princesas? Las sociedad critica lo que sale de su boca de fresa. Que no han perdido su sueldo, ni han perdido el color. Pero las princesas están tristes en su curul acolchada. Lo único que les hace pupa, como a la otra princesa del otro cuento, es un pequeño garbancito bajo las ocho capas de mullidos colchones, un detallito de nada, una nimiedad que empaña su burbuja perfecta de perfecta felicidad. Las críticas.
Porque ellas no son princesas, son reinas. Bendecidas, prosperadas y en victoria. Son yeguas que marcan huellas que no puede borrar cualquier potranca. Porque si ellas pudieron, los demás que se guarden la envidia y si lo que tienen te escuece, como plebeyo que eres, debes aguantar callado.
Las princesas que, a golpe de cetro sostenido por esas manos sin un solo callo, con uñas de gel estilo long coffin stiletto french de manicura perfecta, guían nuestro destino desde la Plaza Cinco de Mayo no pueden soportar las críticas.
Yo, que apenas soy una mujer vulgar, corriente y moliente, que debo sudar, frío y caliente, para poder llegar a fin de mes, para poder pagar mis deudas y fajarme de igual a igual con el resto de las personas normales, yo, digo, no estoy tan preocupada por lo que me puedan criticar como por poder pagar el alquiler. Y en realidad me importa entre cero y menos tres en la tabla de Cosasquemeimportanuncarajo que me critiquen, siempre y cuando me permitan pelear en igual de condiciones para ganarme lo mío. Miren si soy tonta en ese sentido que incluso cuando jugaba al golf, yo salía siempre desde el tee de salida de los hombres. Si yo gano no pienso permitir que digan que gané porque usé el tee de las mujeres.
Pero claro, si Dios está con ellas, no queda ningún dios que esté conmigo. Así que debo, como el resto de los pobres plebeyos, oír ver y callar y conformarme con olfatear el perfume a éxito y alabanza que exudan las que han llegado al Olimpo.
A las que han llegado al Olimpo no se las puede criticar. ¡¿Estamos todos locos!? Desde luego que no se puede criticar a una diosa, pues faltaría más. Y eso es lo que pasa, queridos niños, cuando no nos estudiamos como deberíamos la mitología grecorromana; porque si lo hubiéramos hecho, sabríamos que aquellos que se atreven ya no a criticar de palabra, sino a opacar de obra u omisión a cualquiera de ellas, así sea que sea de forma involuntaria, sufren las consecuencias de su osadía.
Y los castigos son terribles, tremebundos y terroríficos, desde convertirte en araña hasta colocar tu cabeza cercenada en su escudo, ¡buenas son las diosas cuando un simple mortal se atreve a cuestionar cualquiera de sus actos! Ellas son intocables, intachables e incriticables. Ellas, por el simple hecho de tener dos genes X, se han elevado por encima de resto de los mortales. Ellas son infalibles.
Aprendamos y acatemos, en silencio reverente, aquello que las mujeres diputadas dicen, hacen y deciden si no queremos que la cólera de los dioses caiga sobre nosotros, simples mortales, como el rayo devorador de Zeus. Bajemos la testuz ante las reinonas. Y no osemos criticarlas ni tocarlas, desde luego, ni con uno de los pétalo de rosa que debemos lanzar a su paso para que sus pies no toquen el suelo.
P.S. Supongo que no sea necesario decirlo, pero por si acaso: las primeras frases son un parafraseo de la primera estrofa del poema ‘Sonatina’ del divino Rubén Darío.