Somos más falsos que un billete de siete dólares y medio. Hipócritas y fariseos. Sigo leyendo, dos años después de que este pifostio explotara, que la solidaridad brilla. Sí, ajá, será que brilla por su ausencia. Lo dije al inicio del pandemónium, cuando los que cagan mariposillas coloridas no dejaban de escupir aquellas babosadas de “¡De esta saldremos mejores!”. Mejores hijos de la gran puta, acotaba yo para mis adentros. Miren ustedes que los hechos me dan la razón.
Para ejemplificar esto que afirmo voy a hablarles de René Robert, era fotógrafo, uno de los más grandes, habían pasado delante de su objetivo los mayores genios del arte flamenco. Cantaores y bailaoras, guitarristas. La rabia, la pasión, la fuerza del cante hondo quedaban congelados para siempre en las fotografías de Robert. Quizás ustedes no sabían quién era él, pero sin duda han visto sus fotografías más de una y más de dos veces. Él tenía 85 años y vivía en París. Murió de hipotermia la semana pasada. Decirlo así es muy bonito, así que se lo pongo en crudo para que se enteren: se murió congelado en plena calle. Como un perro.
En uno de sus paseos cayó al suelo y allí se quedó. La policía no sabe si quizás el golpe lo aturdió hasta que el frío pudo hacer su efecto. Nadie sabe si trató de pedir ayuda. Lo cierto es que encontraron su cadáver, en plena calle. Muerto de hipotermia tras estar nueve horas desplomado en una acera de París. Acera por la que pasaron, a lo largo de esas nueve horas, cientos de transeúntes. Ninguno de los cuales dirigió un pensamiento al pobre anciano desplomado. Ni mucho menos se les ocurrió acercarse a ayudarlo, para eso habría que haberse acercado a él, tocarlo. Fó.
¿Creen ustedes que ese es un caso aislado? Crean otra vez. José Miguel Castillo, 75 años, paseando a las ocho de la mañana por su calle, en Granada. Un puñetazo brutal propinado por un ladrón para robarle lo dejó tumbado en el suelo. Allí se quedó. Hasta cinco personas captan las cámaras de vigilancia que pasan a su lado y no le dedican ni una mirada.
¿En qué, por todos los dioses del Inframundo, dicen ustedes que hemos mejorado como sociedad después del varapalo que nos ha dado el puto bicho de los cojones?
Ya, déjenlo, ya se lo contesto yo: en nada. Los que antes eran decentes y buenas personas siguen siéndolo, (aunque a muchos de ellos sus convicciones quizás se les hayan terminado resquebrajando un poco). Los que antes eran unos canallas de manual, siguen siéndolo y se precian de ello, ante la impunidad y la mirada envidiosa de los que no tienen arrestos para ser igual que sus ídolos. Y luego están los tibios. La gran mayoría. Aquellos a los que el dios de Israel condenó a ser vomitados como restos de borrachera, (oigan, que no me lo estoy inventando yo, lo dice el Apocalipsis 3:15-17). Los que se creen buenos, los que piensan que hacen lo suficiente, que todo el mundo es bueno, que con soflamas y eslóganes estúpidos van a conseguir que el mundo se convierta en el prado de margaritas que tienen ellos en su cabeza. Los mojigatos que afirman que la solidaridad nos va a salvar como especie, que debemos apoyarnos unos a los otros, que cuando te sientas mal tienes en ellos un hombro amigo. ¡Váyanse todos para la misma mierda!
Antes de empezar a soltar mierda con brillantina por la boca, pregúntense, pero pregúntense de verdad, si ustedes pararían en una acera a socorrer a un piedrero desplomado en el pavimento, y ya si eso les cuento que el que avisó a la policía de que Robert estaba muerto, fue un indigente.
Venga, hala, sigan disfrutando de creerse buenas personas.