Ya me he quejado de esto más de una vez, los que me siguen lo habrán leído en una u otra ocasión, me enferma la fealdad. Lo feo me ataca, pero de verdad, lo siento como una agresión personal. Sí, lo reconozco, soy una esteta. Creo firmemente que la belleza es el único oasis que nos queda en medio de esta debacle en la que el ser humano se debate. Lodo, detritus, desproporción y desaliño.
Vivimos en un época fea. No me lo pueden negar. Hemos perdido la regla áurea, la búsqueda de la perfección. Que sí, que la perfección es inalcanzable, obviamente. Todos los sabemos y los antiguos lo sabían ¿o acaso ustedes se creen, almas de cántaro, que quienes esculpieron las grecolatinas diosas marmóreas no sabían que estaban plasmando un ideal y no la realidad que los rodeaba? ¿Acaso se creen que quien cinceló los kuros y las korai no tenía claro que también existían ejemplares de Homo sapiens mucho menos agraciados? Desde luego que no estoy diciendo que todos debamos ser ‘perfectos’. Yo disto mucho de serlo y, desde luego, no encajo en el marco que tratan de imponer hoy.
Nos encontramos en el centro de una tironeadera, entre los que te exigen una perfección inalcanzable y los que insisten en que debes querer todas tus imperfecciones. Y no, estimados, ni tan tan, ni muy muy. Que yo sepa que mis canas son naturales y me gusten no implica que tenga que llevarlas au naturel solo porque tú quieras marcar un postulado que quizás a mí me importa entre cero y menos tres. No me voy a meter con tu insistencia en que me deje los pelos del sobaco lo suficientemente largos para llevar trenzas en ellos, pero desde aquí te digo que puedes meterte tu sugerencia por donde te quepa, y que tú creas (creer es gratis, oye, que hay gente que cree que las vacunas tienen grafeno y que este hace que los imanes se pegen en la piel) que eso provoca cáncer no implica que yo deba ser tan idiota como tú.
Porque nos bamboleamos como borrachos entre los que nos marcan el camino y los que, queriendo salirse del camino marcado, flagelan a los otros con la insistencia cansina en que debemos andar por trochas y montes.
Y todo esto tiene que ver con el nulo entendimiento de la palabra libertad. Porque ser libres implica poder hacer lo que deseamos, sí. Pero también es entender que la libertad, si es para todos, implica que todos deben serlo. Que tú necesites rezar no quiere decir que todos debemos aguantarnos la bendición cural cada vez que se inaugura cualquier fuente de agua. Que tú creas en que las mujeres no deban quedarse en casa no implica que debas hacer que una chica que desea quedarse en su casa cuidando de su hombre y de sus hijos se sienta como una mierda.
Que tú creas que las mujeres somos igual de capaces que los hombres para ser ingenieras, (que los somos, no necesitamos ni pruebas ni tenemos dudas), no implica que debamos obligar a las mujeres a que estudien la carrera que tú decidas, feminista de morondanga.
Que no, que las mujeres no son el caballito de batalla de tu guerra particular, ni de la tuya, ni de la tuya. Que si hablas de feminismo, libertad y representatividad todos debemos aparecer tal y como nos sale de las gónadas. Aunque eso implique, como muchas veces implica, que lo que se decide hacer sea de una fealdad espantosa.
Líbrenme los dioses de los que apelan a la libertad usando la cama de Procusto.