El ser humano es un animal pertinaz y testarudo, un bicho bípedo que se aferra a la esperanza de que habrá un mañana, que él vivirá para verlo y que este mañana será mejor que el hoy.
Es por este empeño en sobrevivir a toda costa por lo que la vida sigue en lugares como Siria, donde llevan una década de terrible guerra civil, o por lo que aún existen mujeres en Afganistán. El ser humano encuentra siempre alguna manera de anclarse a la vida, y una de estas áncoras suele ser la esperanza. Esperamos que todo mejore, esperamos que el año que empieza sea mejor que el que pasó, esperamos en nuestro dios, o en la suerte, o en nuestras propias fuerzas para seguir resistiendo un día más apenas otro, venga que ya queda poco. Esperamos que llegue un mesías o un caudillo. Esperamos que venga otro que ponga el pecho y nos salve.
Por eso nos gustan tanto los inicios, un nuevo año, un lunes, un nuevo curso, un trabajo nuevo. Para darnos cuenta enseguida que son el mismo en otro envase. Por eso las marcas cambian cada dos por tres su imagen, sus colores, su nombre. Son lo mismo, pero parecen otra cosa, o eso nos quieren hacer creer.
Sin duda los que esperan la Lobatomía cada semana han echado de menos mi columna, les confieso que he estado varias veces delante de la pantalla pensando en sobre qué debería escribir, un nuevo año, un nuevo comienzo, ¿qué esperanza podremos tener de que sea diferente si los actores no han variado ni el libreto se ha modificado?
Ahí tenemos al mismo ministro de Obras Públicas, el sinvergüenza que sigue cobrando su sueldo completito cada quincena aunque haya reconocido que no está capacitado para realizar el trabajo para el que se le paga. Con dos cojones. Ahí tenemos al ministro de Vivienda, con su apellido ad hoc saliendo al quite de vez en cuando a decir boutades y luego a seguir escondiéndose en cualquier hueco. A la de Educación, que solo está al quite para protestar porque graban la constatación de su inoperancia. Con el mindundi de Turismo diciendo que vamos a despegar este año mientras los tongos cierran las playas a punta de fusil y tolete a las cinco de la tarde. Y así podemos seguir hasta llegar a la cabeza, o a la falta de ella con el mismo presidente, desubicado y errático, viviendo en la nebulosa de Orión… o más allá.
Aquí seguimos, teniendo esperanza en el futuro cuando en el palacio legislatrocinativo siguen los mismos de siempre masturbándose comunalmente porque lo que una mano hace la otra mano lo lava y así todos disfrutan y son felices pudiendo escupir en la cara de la ciudadanía el reconocimiento de delitos por los que saben que nunca serán juzgados. Y teniendo la esperanza bien fundada de que los reelegirán.
Un nuevo año y yo tengo la tremenda sensación de que estamos sumidos en una espiral de esperanza enfermiza, dejando que nos esquilmen mientras fijamos nuestra mirada esperanzada en un futuro promisorio en el que no estamos poniendo ni una pizca de esfuerzo real para construirlo, esperando la llegada de un hombre fuerte, otro más que pueda salvarnos de nosotros mismos.
Dice mi madre, que es muy sabia, que de esperanza también se vive… aunque se muera de desengaño. Y cuidado que esa es la muerte que nos espera si seguimos esperando sin tomar las riendas de nuestro destino, un país verde esperanza, consumido por la envidia verde y que se pintará de verde militar como no seamos capaces de enfrentar la realidad presente.
La esperanza es lo último que se pierde. O eso dicen. Pero no es verdad. Lo último que se pierde es la partida.