Regresan los niños a las escuelas. ¡Albricias! Los padres están bailando en una sola pata, haciendo la ola, oe, oe, oeeeeeeee, oe, oe, oé.
Después de dos años en los que los sufridos progenitores han tenido que lidiar con sus retoños entre cuatro paredes, maldiciendo, (no me sean hipócritas y reconózcanlo, venga, que todos sabemos que nada tiene que ver eso con que quieran con locura a sus chamaquitos), en más de una ocasión, en medio de la cuarentena absurda que los psicópatas que nos desgobiernan nos impusieron, el momento y hora en el que se les ocurrió que era una buena idea reproducirse.
Regresamos a la educación presencial, digo, en aquellas escuelas que no están a punto de venirse abajo, ¿una de cada tres? ¿una de cada cuatro?, regresan las loncheras, los colegiales, la cosita del recreo y las tareas. La cartulina olvidada y malhadadamente recordada el domingo a las diez y media de la noche, y los grupos de padres de familia.
Regresa la vieja normalidad, la añorada normalidad, el tranque de los lunes a las ocho de la mañana, los disfraces para el Día de la Tierra, el vestido típico en noviembre y el disfraz de esclavista africano en mayo.
Antes de que todo vuelva a la normalidad normal me gustaría romper una lanza a favor de un cambio. ¿Y si empezamos a enseñarles algunas cosas diferentes?
Podríamos empezar a enseñarles a defenderse. ¡Qué idea más rompedora, ¿eh?!
A defenderse de verdad. A ver, que podemos también enseñarles que está bien llorar, pero que una vez que hayan llorado deben sorberse lágrimas y mocos y defenderse, porque no siempre va a haber alguien que pueda hacerlo por ellos. A defenderse a puño y patada, si es necesario.
Deberíamos enseñarles a razonar, a debatir y a defender su postura y sus creencias con argumentos, pero también a soltar un derechazo si es necesario, o un rodillazo en los huevos si es menester.
Debemos enseñarles a estar orgullosos de lo que son, de lo que sus antepasados han sido, debemos enseñarles que ese orgullo no significa denostar a los demás sino entender cuál es su lugar en el mundo, y ese orgullo es el que les permitirá avanzar, sabiendo de dónde vienen, teniendo claro hacia dónde desean ir.
Sería bueno enseñarles que los políticos mienten, que las personas manipulan para conseguir sus objetivos y que la publicidad está hecha para que compres y la empresa tenga ganancias, no para que tú seas feliz cuando consigas el servicio o el producto.
Deberíamos enseñarles a respetar para que los respeten, deberíamos enseñarles que el honor, la decencia y la honestidad son preferibles al juegavivo, el dinero fácil y el qué hay para mí.
Deberíamos siempre enseñarles que es preferible ser honesto a tener éxito. Ser respetable a ser rico.
En este nuevo regreso a la vieja normalidad deberíamos enseñarles a nuestros hijos que estamos felices de que se vayan de casa porque ellos son personas independientes, porque deben aprender a estar solos, a vivir por su cuenta, deberíamos estar felices de verlos irse a la escuela, acostumbrarnos a que ese es el preámbulo del último vuelo antes de formar su propio hogar, y ellos deberían aprender al vernos que está bien que se vayan, en lugar de enseñarles un apego pernicioso a una burbujita de falso bienestar.
Deberíamos esforzarnos en enseñarles a ser ciudadanos de bien. Pero claro está, yo tengo muy claro que eso solo podría darse en el marco de una sociedad en la que todos y cada uno de los ciudadanos entendieran las reglas del juego y hubieran aprendido todas las cosas que he escrito en esta columna. Esto no es así, así que todo esto no se quedará más que en un desiderátum. En fin, olvídense de todo, y feliz regreso a clases.