Hay una anécdota maravillosa que cuento siempre cuando deseo mostrar el choque que sufrí cuando llegué, hace más años de los que quiero recordar, a este país.
Nos mudamos desde España recién terminado el postgrado. Yo era muy joven, muy rubia y muy ingenua. Y empecé con todo el ímpetu de la juventud a arreglar la nueva casa. Como las cosas han de empezarse por el principio, quise cambiar la puerta de entrada, porque mi hogar merecía una puerta nueva, bonita y segura. Así que me puse a buscar en los anuncios del periódico y encontré una volante que ofrecía unas buenas ofertas en puertas de entrada, en un almacén de materiales de construcción por allá por Chanis. Como en aquel momento no me atrevía aún a conducir (la historia del manejo la dejamos para otro día) hice que me llevaran. Me atendió un señor, y le pedí, palabras textuales: ‘Una puerta de entrada y un marco’. Le doy la medida del marco viejo, me enseñó los modelos de oferta y seleccioné el que me gustó, pagué y me subieron todo a la parte de arriba del carro.
Mientras tanto yo había dejado en la casa al trabajador y a su ayudante pegando martillazos al marco viejo, de modo que cuando llegamos, ya solo había un hueco en la pared. Descargamos la puerta y el marco, e inmediatamente se instaló el marco.
Pero cuando, a eso de las dos de tarde, el ebanista va a colocar la puerta en sus goznes, me llama con voz temblorosa y me mira con ojos desencajados. La puerta que me vendieron era más pequeña que el marco que me vendieron, pero más pequeña por mucho. Más pequeña que parecía puerta de cantina. Era una puerta batiente.
Imagínense, dos de la tarde en El Cangrejo. Yo he dejado al ayudante montando guardia delante del boquete en la pared de entrada a mi casa, he hecho que me pongan la puerta de vuelta encima del techo del carro. He vuelto a montar en el auto al que debía manejar y esta vez también al ebanista, y allí nos hemos ido, chorcoteando enloquecidos para llegar a Chanis antes de que cerrara el almacén.
Según me vieron entrar por segunda vez en el día, los empleados comenzaron a señalar hasta el fondo y a gritar: “¡Fue Hurtado!”. “¡La señora busca es a Hurtado!”. Yo solo llegué a ver un celaje corriendo por la parte de atrás del almacén, y, sabiendo que ni de broma lograría alcanzar al tal Hurtado, me di la vuelta y me encaré con el gerente.
Para hacerles el cuento corto, el tipo trató de hacerme luz de gas, intentó convencerme de que yo estaba loca, que yo no había comprado las cosas allí, que mi ebanista había dañado algo, (menos mal que todos los datos estaban en el recibo de compra que yo agitaba delante de sus narices) y por último trató de influirme para que esperara unos días, hasta que le llegase otra remesa de puertas del tamaño adecuado, porque las que coincidían con el tamaño del marco se le habían agotado y las que tenían eran más caras.
Se imaginarán que terminé saliendo del almacén con la puerta del tamaño correcto y sin pagar más. Pero se imaginarán también que ahí aprendí que en este país, cuando ocurre una cagada, todos van a señalar al que salió corriendo, y los que no pueden evitar dar la cara van a tratarnos a todos como locos. “¿Un cumpleaños?”. “¿Qué cumpleaños?”. “¿Yo?”. “¡Yo estaba en mi casa en pijama!”. “No tenemos pruebas de ello”.
Y la culpa es nuestra por estar donde no debíamos y ver lo que no debíamos. En fin, que la culpa siempre es de Hurtado.
Por: Mónica Miguel Franco