Esta semana pasada tuve un trepaquesube con un individuo que recriminó mi forma de hablar por no ser propia de una dama. Una dama, ajá, como las del juego en el que te comes una y cuentas tres.
Una dama era la dueña, la señora del castillo. La todopoderosa en sus dominios, la que tenía colgadas del cinto de su brial las llaves que abrían y cerraban bodegas y despensas. Cuando las novelas de caballerías entronizaron el amor cortés y los caballeros peleaban por la señal de su dama en busca de aquel amor idealizado e infiel, las damas se convirtieron en sueños elevados e inalcanzables, redomas de perfección, ángeles luminosos que con sus virtudes empujaban a los sus enamorados a alcanzar la prez.
Desde entonces la palabra dama se aplica a las señoras de la alta sociedad, (no, no cualquier mujer puede ser una dama), de naturaleza distinguida y consecuente elegancia, con modales propios de academia de señoritas…
En fin, que si a los hechos puros y duros nos referimos, yo no soy una dama, ni por cuna, ni por idealización, ¡¡ya quisiera yo tener caballeros andantes que dieran fe con sus hechos de armas de mi belleza y mis virtudes!!
La cosa es que este ser me acusó, una vez más, de ser grosera y mal hablada. Escandalizado, a punto de que la vena de la frente le explotara y preocupado, (sin duda con justa razón aunque no por mi vocabulario), por la salvación eterna de mi alma, recriminó mi boquita y me dijo que alguien que hablaba así no era una dama. Refiriéndose, sin duda, a las finolis arriba expuestas.
Y yo desde aquí voy a darle un zarpazo en la hocica y explicarle que no seré de clase alta, ni cagaré rosas, pero que en mi tierra ejemplo tengo de dama a la que sí quisiera parecerme: la dama de Arintero. ¡Qué Mulán ni qué Mulán! Enseñemos a las niñas que no necesitan fijarse en las películas de la factoría para encontrar mujeres con redaños.
Corría el año 1469 cuando la princesa Isabel de Castilla se casó con Fernando de Aragón. Cuando Enrique IV, a la sazón rey de Castilla, falleció en diciembre de 1474, Isabel reclamó el trono, pero resulta que la única hija de Enrique IV, Juana, se había casado con el rey de Portugal, Alfonso V. Y así empezó el lío, unos a favor de Juana y otros peleando por Isabel. En medio de este clima convulso llegó la leva a Arintero, un pueblecito de la frontera leonesa, cada familia debía enviar al menos un hombre que luchara a favor de Isabel, pero en la familia García no había ningún varón en condiciones de batallar, Juan García era un anciano y solo tenía hijas. Juana García dio un paso al frente y le dijo a su padre: «Cómpreme armas y caballo, que a la guerra me voy yo. Cómpreme una chaquetilla de una tela de algodón para apretar mis pechos al lado del corazón».
Así, bajo el nombre de Oliveros, defendería su patria. Fue descubierta, unos dicen que porque alguien de su séquito se fue de la lengua, el mito dice que una lanza desgarró su jubón en plena batalla y allí saltó el pecho. La cosa es que en lugar de arredrarse, ella se enfrentó a los monarcas y exigió que Arintero fuera conocido como solar de hijosdalgo notorios, que los vecinos estuvieran exentos del pago de tributos reales y del servicio militar y que los apellidos Arintero fuesen presenteros en la parroquia de Santiago Apóstol. El rey Fernando se lo concedió todo.
Ese es el tipo de dama que yo quiero ser. Y dudo mucho que Oliveros entrase a batalla gritando “¡Recórcholis!”.