Sobrevivimos a enfermedades y a catástrofes; somos testigos, los afortunados, de masacres, guerras y hambrunas.
¿Merece la pena?, ¿acaso merece todo este esfuerzo y dedicación seguir respirando?, ¿hemos, de verdad, calculado el balance de esfuerzo y recompensa con el que lidiamos en esta vida? ¿De verdad merece la pena?
Porque la vida no es un paseo por un campo de margaritas, esta vida, acomodada e insatisfecha, sigue siendo un duro terreno escarpado por el que tratamos de avanzar. Sobrevivimos a enfermedades y a catástrofes; somos testigos, los afortunados, de masacres, guerras y hambrunas. Estamos rodeados de la peor calaña que ha pisado la tierra, compartimos territorio con corruptos, asesinos, violadores; criminales sin la menor pizca de empatía recorren los espacios que dejamos a nuestro alrededor. Estamos, los que aún seguimos aquí, sumergidos en la incertidumbre consciente, en la fangosa realidad de vivir en este caótico y mundano pedrusco espacial.
Para los que reflexionan acerca de esto por primera vez, el mundo no parece tan oscuro. La luz de la bondad aún mantiene las chispas de la fe vivas en su interior, los problemas y la maldad no parecen tan problemáticas y malvadas en comparación. Pero los que siguen pensando e intrigándose sobre la cualidad de estar vivo se dan cuenta de un detalle escondido a plena vista, y es que no puedes tapar el mal con una gruesa lona de bien, porque aún así no se vea, la peste sigue contagiando, las balas siguen saliendo, las muertes se siguen acumulando, el hambre sigue matando.
Bajo el telón se sigue robando, secuestrando, violando, mintiendo. Y la respuesta parece alejarse cada vez más, como si tratara de distanciarse del avance implacable del ser humano, casi como si ambos fueran contradictorios. ¿Qué tiene de bueno este mundo que no sea salvaje o virginal? ¿Acaso el bien solo se esconde en aquello a lo que el ser humano no le ha puesto las manos encima?
¿Está prisionero en lo que aún no ha logrado ensuciar con su egoísmo?
El mundo, esta azulada esmeralda que flota en el vacío de un universo en expansión, se ha convertido en una caldera, en una olla de presión a punto de reventar. El odio se manifiesta por todos lados, los canes del rencor aúllan a una luna nueva. El brillo de lo que se conocía como puro ha quedado ya difuminado por nuestras propias acciones misándricas. Nos gusta dividirnos, amamos destruir, nos excita el dolor, apenas soportamos la alegría ajena, somos sádicos encubiertos. La bondad hace ya mucho que desapareció de nuestras manos.
La hiperconectividad de nuestra sociedad ha despertado los más radicales instintos y nos ha derivado en máquinas deshumanizadas, en desequilibrados desensibilizados ante el sufrimiento, hemos evolucionado hacia la más aterradora de las conclusiones, la antipatía y animadversión hacia el igual.
Y es que las teorías que explican los porqués de la vida, las hipótesis de las razones de nuestra existencia se han refutado ya. Aquellas respuestas que se repitieron por siglos no han aguantado el embate del tiempo y la humana necesidad de salir victorioso frente a un enemigo inofensivo terminó por sellar la tumba de lo que se veía como la solución más llevadera. Se acabó, se destruyeron los pilares de la vida para los que querían tener un motivo por el que seguir viviendo.
Hemos quedado expuestos a una verdad repugnante y asquerosa, hemos descubierto el sinsentido de la consciencia, se nos ha revelado la desabrida confirmación de nuestras sospechas. Vivir es un sinsentido, seguir vivo es una tortura, porque si nada tiene un objetivo, si estamos aquí por mero accidente, si no tenemos una misión real, un objetivo por el que pelear, ¿para qué seguir bregando por vivir, si al final todo es igual, todo es lo mismo?
Por: Alonso Correa