Decía en la Lobatomía de la semana pasada que hasta el momento los candidatos presidenciales que se plantean en el horizonte encajan a la perfección en las tres virtudes teologales que un cristiano de pro debe tener como norte en su vida.
Les contaba que el primero de ellos enarbola ante él la bandera de la fe. El segundo, el que se alza desde las cumbres del poder, toca la trompeta de la caridad.
La caridad es aquella virtud teologal considerada la más importante, y superior a cualquiera otra. Según el Catecismo de la Iglesia Católica de 1829 la caridad es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión.
El candidato caritativo lo demuestra.
El de la sonrisa sempiterna tiene muy claro aquel proverbio que reza ‘La caridad bien entendida comienza por uno mismo’. Esta frase, bien sopeteada y aplicada con gusto y saña en nuestro país, indica la importancia de cuidar primero nuestras propias necesidades antes que las de los demás. Egoísmo justificado por la tradición. ¿Cómo negarse entonces a acatar y cumplir?
Vamos, es como si al candidato caritativo, en su vuelo hacia las cimas del Olimpo de las garzas, le hubieran dicho las azafatas celestiales: “Antes de ayudar a los que están bajo su cuidado, colóquese usted mismo la mascarilla’.
En efecto, la caridad bien entendida le prestó auxilio mientras todos los demás estábamos boqueando, asfixiados por las medidas draconianas que se impusieron. Lo que no entienden sus críticos es que los ventiladores a precios cuestionables solo abanicaban la caridad, la suya propia, se entiende. Del mismo modo, la caridad lo impelía a buscar maneras de desestresarse para poder continuar siendo caritativo, por eso y por nada más se entregó a los dulces brazos de Esther Píscore, digo, de Terpsícore, bailando con alegría en el evento conmemorativo del primer año del Plan Panamá Solidario, mientras el resto de nosotros estábamos encarcelados sin juicio y sin condena.
Pero no, no se equivoquen, no lo tachen de egoísta, es la caridad lo que marca su norte y su sur. Eso, la caridad, es lo que lo hizo verse en medio de cuestionamientos injustos por contratos de publicidad millonarios, la caridad es la que lo empuja a defender todos y cada uno de los planes con mayúscula, (con muchas mayúsculas), que se han planificado y planeado para ofrecer migajas, digo, para darle caridad al pueblo.
Un pueblo al que entre todos (entre todos lo mataron y él solo se morirá, a ver quién le manda), entre todos, digo, han domesticado, enseñándole el sit y el plas, los trucos básicos para poder recoger las migajas de la mesa del rico epulón. Al pobre pueblo, (que ya lo dijo Cristo el Superestrella, que siempre habrá pobres y siempre habrá pobreza), le han enseñado a estar tranquilito y esperar, babeante y ansioso, a que los señores se dignen a darle la caridad. Ya se itera en la Epístola a Titoque los siervos “se sujeten a sus amos en todo, que sean complacientes, no contradiciendo, no defraudando, sino mostrando toda buena fe, para que adornen la doctrina de Dios nuestro Salvador en todo respecto”. (Tito 2:9-10).
Y San Ignacio de Loyola en su Introducción a la vida piadosa recomienda a los pobres que se regocijen en su estado, que los acerca más a la salvación que a los ricos, al tiempo que permite a los ricos usar su riqueza en darles limosna, lo que a su vez los acerca a la salvación. Mientras Pierre de Besse nos recuerda que reír mientras se recibe la caridad hace que se nos dispense la gracia que nos conduce a la salvación. Todos sabemos que en Panamá las sonrisas son gratis.
La virtud de la caridad, en fin, ennoblece al que la practica y mantiene vivos a los que la reciben para poder seguir siendo los mediadores para que el candidato pueda seguir siendo caritativo y así, a base de caridad y de formar hordas de mendigos, pueda dormir tranquilo con la barriga llena y el corazón contento, rebosante de caridad.
