La intolerancia de quienes gobiernan, sacudió la paz reinante y empezaron a caer los frutos podridos que nadie desea.
La tranquilidad se alteró como consecuencia de la arrogancia y terquedad de un gobierno que no acepta su fracasó.
La situación caótica en vez de apaciguarse, empeora; cada día estamos peor y, al parecer, no saldremos airosamente librados del desbarajuste político y financiero en que nos metió el gobierno.
Urge una reconciliación para apaciguar al país pero el principal culpable del caos, no admite su fracaso y da largas al asunto para intencionadamente lograr una artera estocada a favor del contrato.
Las protestas siguen; vigilias, cierre de calles y marchas nutren de entusiasmos al pueblo que no retrocede en sus intenciones mientras el principal autor del delito no encuentra la fórmula reconciliadora aunque ya sus esfuerzos son inútiles porque “la voz del pueblo es la voz de Dios”.
El pueblo nutrido de coraje todavía está en las calles; no tiembla; nada lo asusta, no le teme a los garrotes y avanza, revelando indicios que el problema no finalizará fácilmente.
La lucha en las calles dejó ser una conquista política para tornarse en clamor popular, desprovisto de banderías partidistas.
Faltan siete meses para que los administradores del Estado abandonen el poder pero dejarán una nefasta herencia causada por maltrechas ejecuciones. Dentro de siete meses se irán dejando imperfecciones financieras y jurídicas que lesionan nuestra dignidad y temor en el plano internacional porque en vez de atraer inversionistas las ahuyentaron.
Por imperfecciones de un gobierno incapaz, Panamá ya no es el “suelo grato y encantador”.
Se ha convertido en el eslabón del mundo donde reina la inseguridad tanto jurídica como financiera.
Es un país habitado por personas que no creen en el gobierno que convirtió esta parcela territorial donde la mentira estableció su reino.