Homo acumulador
Para Cecilia.
Decía Jean Cocteau que «La frivolidad es la más linda respuesta a la angustia». Ajá, sí, ese mismo Jean Cocteau que fue el gran amor y mentor de Panamá Al Brown, el legendario boxeador panameño. En los años 30, mientras Alfonso Teófilo Brown vivía en París, conoció a Cocteau, quien quedó fascinado por su talento y carisma. Cocteau no solo lo apoyó emocionalmente, sino que también intentó pulir su imagen, escribiéndole discursos y gestionando su carrera hasta intentando convertirlo en un ícono de la cultura francesa. Cocteau lo veía como una especie de «héroe trágico», un atleta-poeta que encarnaba tanto la gloria como la decadencia. Díganme ustedes para qué sirve la moda, y si a esas vamos ¿para qué sirve el boxeo? Lo de preguntar para qué sirve la poesía es tan absurdo que ni voy a hacer la pregunta.
Hubo un tiempo en el que los homínidos, un par de bandas de bípedos recién bajados de los árboles, con pocas habilidades de ataque o defensa pero con un gran deseo de mantenerse lejos del resto de los depredadores que solo los veían como snacks caminantes, los homínidos, digo, no tenían más pertenencias que un par de piedras bien elegidas y algún hueso afilado. Pero conociendo como conozco a la jarca humana, estoy segura de que no era por falta de ganas, sino porque la industria del menaje prehistórico estaba en pañales y la técnica de las chácaras todavía no se había desarrollado del todo. Luego, un día, a un Homo habilis le dio por tallar en un pedacito de hueso unos cheurones sin ninguna utilidad práctica, y ahí, queridas criaturas, nació la humanidad. Porque si algo nos distingue de otros animales es nuestra capacidad para acumular cosas que no necesitamos.
Porque a ver, ¿qué necesidad tenían los cazadores-recolectores de Göbekli Tepe y Karahan Tepe de reunirse a tallar megalitos en lugar de perseguir venados? ¿Acaso no tenían suficiente con buscar espigas de escanda y evitar que los devorara un león? Pero no, ahí estaban, dedicando tiempo y esfuerzo a construir algo en lo que ni siquiera iban a vivir. ¿Para qué? ¿Para reunirse, contar historias, hacer rituales, embriagarse quizá? Exactamente. Porque el ser humano siempre ha sentido una atracción irracional por hacer cosas que no sirven para nada prosaico, pero que terminan dándole sentido a la existencia. Y si esos yacimientos arqueológicos no son la prueba definitiva de que la utilidad está sobrevalorada, no sé qué más decirles. Yo, por mi parte, me declaro muy humana y muy poco prosaica.
Y es en este punto donde entra la tendencia moderna del minimalismo, con su afán de despojarse de lo superfluo. Que si menos es más, que si vive con lo esencial, que si agradece y suelta… todo muy bonito hasta que aparece Marie Kondo diciéndonos que con 30 libros basta. Treinta. Como si en la Edad de Piedra hubiéramos dicho “con una piedra basta” y la humanidad se hubiera quedado en cuevas, pero sin pintarlas, sin enterrarse con miles de conchas, cientos de flores, sin inventar la cerámica, el arte o la biblioteca de Alejandría.
Lo que me resulta más curioso es que a los acumuladores nos llaman, con retintín, diogenistas, cuando en realidad Diógenes vivía, sin nada, ¡en un barril! Señores, ¡el minimalista era él! Si alguien ve un apartamento con un futón, una estantería vacía y dos tazas de té, que no se engañe: ese espacio no tiene un alma libre, tiene un Diógenes aspiracional. En cambio, los que amamos las cosas, los que entendemos que los objetos son memoria, historia y placer, los que tenemos una taza de té para cada estado de ánimo, deberíamos ser llamados petronicos, en honor a Petronio, aquel refinado epicúreo que entendía que la vida sin belleza y exceso es apenas supervivencia.
Por suerte, como cada acción genera su reacción, ahora nos llega el cluttercore, una oda al desorden estético, a las estanterías repletas, a los escritorios donde los objetos cuentan historias en lugar de esconderse en cajas minimalistas que tienes que armar tú mismo y que no tienen el alma del árbol que murió para convertirse en mueble y la del ebanista que trabajó sus vetas. Esta tendencia es un respiro de tanto gris, tanto beige y tanto aburrimiento; una especie de regreso a la cueva primigenia, pero con más libros y menos huesos de mamut.
Si los objetos fueran solo cosas, ¿por qué nos resistimos tanto a deshacernos de ellos? Fred Rogers decía que dejamos una parte de nosotros en cada persona que conocemos, pero eso también aplica a lo que tocamos, usamos y atesoramos. En La vida secreta de las cosas, se nos recuerda que los objetos, por inanimados que sean, llevan nuestra historia, como si fueran cápsulas de memoria que nos anclan a momentos, lugares y afectos. Y eso es precisamente lo que los minimalistas parecen olvidar: una casa sin libros, sin adornos heredados, sin las rarezas acumuladas en viajes y ferias de antigüedades, es una casa sin historia. Si quisiéramos vivir sin nada, estaríamos en un barril como Diógenes (y ya sabemos lo poco acogedor que es un barril). En cambio, los que acumulamos con placer sabemos que rodearse de cosas no es un apego superficial, sino una manera de dejar huella. Y eso, queridos lectores, es pura humanidad.
Porque sí, tengo claro que al final no nos llevamos nada a la tumba. Pero tampoco nos llevamos a nuestros afectos y eso no significa que no vayamos apegarnos a nadie. Lo mismo con las cosas: tenerlas no nos hace menos espirituales, igual que no tenerlas no nos hace más sabios. Lo que sí nos hace tenerlas es humanos. Y si el desapego total nos convierte en psicópatas emocionales, el desapego material nos puede convertir en algo peor: seres aburridos sin historias que contar.
Así que acumulen con alegría aquello que amerita guardarse, y, por lo que más quieran, ¡no cuenten los libros de su biblioteca! (Y si los van a tirar, avísenme, con confianza, yo se los recojo).