Hoy ha sido uno de estos días en los que he comenzado y borrado, escrito y desechado esta columna un montón de veces. Si aún escribiéramos en papel tendría la papelera rebosando de hojas apurruñadas. A ver cómo se lo explico, y voy a empezar por el principio.
La política me interesa, claro está, como debiera interesarnos a todos los que entendemos nuestro deber como ζῷον πολῑτῐκόν, como animales políticos que somos, es decir, como seres intrínsecamente sociales, a pesar de que muchos abracemos con ardor la misantropía.
El ser humano es social, es político, somos humanos porque vivimos con, entre y desde los humanos. Me interesan los humanos como las hormigas tras un cristal y esculco sus vaivenes con curiosidad antropológica. Por ello me fascina lo que acaba de pasar en las elecciones estadounidenses, que siempre son un jardín de deleites inconmensurables para la observación con interés espectador. Gente llorando a lágrima viva, gritando enloquecidos, rasgándose las vestiduras, gente que no entiende que haya otras personas que puedan no pensar, creer o soñar con lo mismo que ellas. Gente llamando imbécil a gente. Gentuza que no entiende que una de las causas de la debacle de su yegua ganadora fue, precisamente, el tratar de idiotas retrasados a los que no pensaban como ellos, a los que no quieren para ellos y sus hijos lo que ellos piensan que es lo que todos deben desear.
Hace unos días fui a la Universidad de Panamá a dictar una charla y aunque la charla no tenía nada que ver con el tema que nos ocupa no hay ni que decir que en el periodo de preguntas y respuestas, el tema salió. Y yo solo dije lo siguiente: En el momento en el que crees que debes imponer tu opinión acerca de algo que no es una ley eres un engendro de dictador. En el momento en el que opinas que, estando en democracia, la mayoría está equivocada y tú y los que piensan como tú sois los que tenéis a la Razón agarrada por los pelos del sobaco, eres un aprendiz de tirano. En el momento en el que insultas, atacas y despotricas contra los que votaron y minimizas su derecho a hacerlo estás convirtiéndote en un fanático.
¿Quiero decir que no tenemos derecho a criticar? ¡Pero desde luego que no! Yo me la paso criticando a todo zurriburri, pero los actos, señores. Se critican los actos, los hechos, los delitos o las faltas. Lo que se hace, no lo que se vota o se piensa.
Ahí llegamos a la segunda parte del aullido de hoy: hemos perdido, en nuestra sociedad occidental, la capacidad de ver los límites. Así es, como sociedad no entendemos el concepto de límite, no entendemos el límite entre disciplina y maltrato, no respetamos el límite entre público y privado, no aceptamos el límite entre pecado y delito, ni el que hay entre legal y moral. Y sin esos límites estamos remando fuertecito para alcanzar la sociedad que ya fue descrita maravillosamente bien por Orwell en 1984.
Hoy en día se sueltan epítetos, se cancela y se etiqueta a los que no comulgan con las nuevas olas del ultrafeminismo, del ciegoecologismo y del soplapollismo bienpensante, tan solo para quedarse todos de paté de fuá cuando resulta que los suyos, aquellos a los que idolatran como si se tratara del prepucio bendito de su máximo líder o del pimpollito inmaculado de su señora lideresa, son desenmascarados como lo que son, seres humanos con los mismos defectos que cualquiera.
Y cuando la realidad, que es muy puta, les suelta un soplamocos en todo el hocico y se dan cuenta de que los que piensan como ellos no son mayoría, que ellos no tienen la sartén por el mango y que, en vida real, a nadie le importa un ardite con sus estreses típicos de jipiprogres que piensan que la única definición correcta de los conceptos es la suya, solo les queda, como les ha quedado esta semana pasada, el grito, el llanto y el rechinar de dientes. A ver si algunos de los nuestros espabilan al ver las barbas de sus vecinos remojar, aunque me da a mí que la mayor parte de estos gaznápiros no aprenderán.