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Aullido de Loba

KW Continente por KW Continente
06/02/2025
en Noticias
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Aullido de Loba

Brócoli

Hace apenas un par de días apareció en mis redes un corte de una película protagonizada por el Duque, el gran John Wayne, en la que enseña a nadar a un niño de seis años, agarrándolo por una pierna y un brazo y aventándolo al medio de la charca. Mi padre era un gran fan de los western y al ver ese video tuve una epifanía. Supe, sin lugar a duda, de dónde sacó mi padre la teoría pedagógica con la que decidió enseñarme a nadar. Y funcionó. 

            Hoy ya nadie ve los western clásicos, el Duque es considerado un tremendo machista y las nuevas mujeres empoderadas creen que un hombre feo, fuerte y formal debe estar abocado a la cuarta F: la ‘friendzone’. No se preocupen, no voy a hablar hoy de que no arrastro ningún trauma por el aventón, adoro con loca pasión a mi padre y amo nadar en aguas profundas. Hoy quiero hablar de la generación brócoli. Esa generación que trata de manejar los hilos de nuestros destinos. 

            Aunque el brócoli es nutritivo no se distingue por su resistencia: lo mismo ocurre con esta generación, que ha sido educada sin exponer nunca al niño al conflicto, al límite, a la pérdida o al esfuerzo real. ¡Desde luego que nadie los aventó, vestidos, al medio de una charca para que aprendieran a salvar su propia vida a base de manotazos y patadas inconexas! Son seres que crecen en hogares blindados contra el fracaso, el aburrimiento o la frustración. El resultado era previsible: adultos que no soportan el más mínimo rechazo; jóvenes que se descomponen ante un comentario crítico. Brócoli: verde, tierno, saludable… pero incapaz de sobrevivir sin la temperatura adecuada y el riego programado. Vivimos rodeados de floretes de brócoli: una generación criada en la asepsis que no tolera la mugre ni el roce del mundo real, y si no se cuecen bien, indigestan. Son niños y adultos convencidos de que sus deseos equivalen a derechos, que basta con repetir un mantra frente al espejo o lanzar un hashtag para que el universo les conceda lo que piden. 

            Cuando eso no ocurre, cuando la vida, que es muy puta, los lanza de golpe al medio del estanque, sin flotadorcitos de colorinches en los brazos, y tragan agua aderezada con lodo y algún renacuajo, la culpa nunca es suya por no saber cerrar la boca y patalear lo suficiente para mantenerse a flote, la responsabilidad recae en el sistema, en el privilegio ajeno, en el trauma heredado o, por qué no, en el último tránsito de Mercurio retrógrado.

            Esta generación, modelada en un invernadero emocional, ha crecido creyendo que el Che Guevara fue un defensor de la diversidad sexual, que Palestina es un paraíso multicultural asediado por el mal y que compartir infografías lloronas desde un iPhone lleno de coltán extraído en minas africanas es, de algún modo, un acto de justicia global. No conocen a Solzhenitsyn, pero aseguran que el comunismo nunca se ha aplicado bien. Son devotos de la posverdad y de la autosugestión; consumen espiritualidad de supermercado y geopolítica de TikTok. Se oponen a la depredación de la naturaleza mientras consumen cientos de toneladas de CO2 en dos vuelos comerciales para ir y regresar de un concierto de la cantante de moda que también consume cientos de toneladas de CO2. Pero duermen a pierna suelta porque la cantante compra bonos de CO2 «para compensar».

            Vivimos en una sociedad en la que o estás conmigo o eres fascista. O apoyas sin cuestionar la causa en la que creo o eres parte del problema. El pensamiento complejo ha sido reemplazado por reacciones, por eslóganes, por moralinas empaquetadas en falacias de manual.

            Gritan que hay que salir de las redes, pero el mundo afuera de las redes les parece ancho y ajeno. Las ideas no se debaten: las ajenas se cancelan, porque discutir ideas exige esfuerzo, humildad y una mínima tolerancia al disenso, virtudes en vías de extinción. Prefieren el linchamiento moral a la reflexión, el ‘trending topic’ a la conversación incómoda, y la etiqueta acusatoria al argumento razonado. Todo se resume a una lógica binaria: o estás conmigo o eres mi enemigo y no tenemos nada de qué hablar. Son, en su mayoría, (hay excepciones, ¡desde luego que las hay, loables excepciones, maravillosas excepciones), criaturas de ‘coaching’ emocional, de crianza intensiva, de autoestima sin mérito y de identidad construida a golpe de meme de autoafirmación. Hablan de inclusión, pero odian a quien no piensa como ellos. Reivindican la libertad, pero solo cuando les favorece. Se creen revolucionarios mientras repiten las mismas consignas que hace décadas otros diseñaron. 

            Cuando la vida no se rinde a su voluntad se desmoronan. Fueron cultivados así, con riego automático, sin piedras, sin tierra seca que los templara. Sin chapuzones extemporáneos. A esta generación no le faltan derechos sino raíces. No necesitan ‘resiliencia’ sino darse cuenta de que la vida no viene empaquetada en aire acondicionado, no huele a lavanda, y no pide permiso para escupirte en la cara. Mientras sigamos sustituyendo la educación por el refuerzo positivo, el criterio por la validación, y la responsabilidad por la culpa heredada, mientras no volvamos a lanzar a los niños al puto centro de la puta charca lo único que vamos a cosechar será más brócoli: verde, tierno, lleno de nutrientes… pero incapaz de sobrevivir fuera del refrigerador.

            La real política, la realidad y la historia no caben en una infografía ni se entienden a través de eslóganes, son contradictorias y sucias. Y los niños brócoli que intentan imponer su alucinada voluntad son pendejos que, antes o después, van a caer, de morros, en la charca. Habrá que ver si saben nadar. O trabajar.

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