“La guerra es el padre y rey de todas las cosas”
La cita que da título a la columna de hoy es de Heráclito, un pensador griego que vivió en el siglo IV antes de Cristo.
Maquiavelo, en el siglo XV, habría disfrutado el espectáculo actual, no tanto por el derramamiento de sangre —que siempre es una herramienta, no un fin—, sino por la brutalidad con la que se han desnudado las debilidades de los jugadores. En el conflicto entre Rusia, Ucrania, la Unión Europea y Estados Unidos, nadie parece haber leído El Príncipe, pero todos creen haberlo escrito.
Cuando Rusia invadió Ucrania en 2022 los estrategas occidentales apostaron por un derrumbe acelerado del Kremlin. Las sanciones económicas debían quebrar la economía rusa, el pueblo ruso se iba a levantar y el ejército de Putin debía desmoronarse como un castillo de naipes. Juas, juas. Occidente creyó que podía jugar a ser Sun Tzu sin haber leído a Clausewitz. 36 meses y 6 días después, la realidad se impone con dureza: Rusia no solo ha resistido, sino que ha convertido el conflicto en un pantano estratégico para la OTAN y la UE.
La Unión Europea, en su eterna búsqueda de relevancia geopolítica, ha apostado a medias: financia a Ucrania, pero sin la determinación de entrar en guerra abierta, no vaya a ser que se muera algún soldado y los papases y las mamases se lo vayan a reclamar. Se horroriza ante la agresión rusa, pero sigue comprando gas a Moscú por la puerta trasera, sepulcros blanqueados que condenan el pecado en público mientras lo disfrutan en privado. Alemania, con su fe ciega en la utopía ecológica, desmanteló su propio sector energético antes de darse cuenta de que, sin la energía rusa, su industria es un castillo de naipes. Francia, siempre ansiosa de jugar a la grandeur, trata de destacar como potencia, pero sigue atrapada en su laberinto de retórica y burocracia, si no consiguió vencer a la madrecita Rusia con Napoleón, no lo va a conseguir ahora.
Europa, convencida de que la historia terminó en 1991 y de que la paz se negocia con sonrisas y hashtags, cree que puede hacer entrar en razón a los matones del mundo con miradas torvas y declaraciones solemnes. Se aferra a la ilusión de que todos los actores internacionales son civilizados socios de una misma mesa redonda, cuando en realidad está sentada en la cafetería del colegio intentando reprender a los bravucones con discursos sobre derechos humanos. Como si Putin, Xi Jinping o cualquier líder espalda plateada y corbata larga sintiera la más mínima culpa ante un coro de euroburócratas ofendidos. Europa juega a la moralidad en un mundo donde los intereses siempre pesan más que los principios, creyendo que con notas diplomáticas y sanciones “selectivas” podrá reformar a los villanos. Como si la historia no hubiera demostrado, una y otra vez, que los lobos no se convierten en ovejas por mucho que se les sermonee.
Rusia, desde los tiempos de Pedro el Grande, ha intentado integrarse en Europa, solo para ser rechazada y ridiculizada una y otra vez. El marqués de Custine, en su obra de 1839, describió a Rusia como un país que solo adoptaba la civilización europea de manera superficial, mientras mantenía prácticas autocráticas y bárbaras. Desde Europa siempre se ha mirado con desconfianza a los imperios que emergen del Este. Ayer fueron los hunos, luego los mongoles, y más tarde, la Rusia zarista y soviética: siempre un gigante demasiado cercano, demasiado salvaje, demasiado ajeno a los salones ilustrados de Occidente.
En el conflicto actual Rusia ha aplicado la lección básica de Maquiavelo: cuando tomes un territorio, hazlo de manera que no puedan expulsarte. Con un frente estabilizado y una economía reorientada hacia Asia ya que la OTAN le cierra las puertas una y otra vez, el Kremlin ha logrado lo que parecía imposible: sobrevivir a la mayor ofensiva financiera y militar indirecta de Occidente desde la Guerra Fría. Putin ha entendido algo que a Bruselas y Washington se les escapa: en política internacional, la resiliencia es más importante que la velocidad.
Estados Unidos, por su parte, ha usado el conflicto como un bisturí en su propia guerra fría económica con China. La guerra en Ucrania ha servido para debilitar a la UE, reforzar la dependencia europea de Washington y frenar cualquier intento de una política exterior autónoma del bloque.
Ucrania, en este juego, ha sido un peón sacrificado: armada, financiada y empujada a resistir, pero sin la garantía de una victoria estratégica. La gran víctima de este tablero se desangra mientras su destino lo deciden otros. Zelenski, convertido en un símbolo más que en un líder autónomo, oscila entre la resistencia heroica y la desesperación por el apoyo occidental. Mientras tanto, la guerra se ha convertido en el cofre del tesoro: las empresas de armamento hacen negocios récord, los tejemanejes para los contratos de reconstrucción ya se dan en la sombra, y las promesas de apoyo suenan cada vez más huecas.
El gran error de los bienpensantes de Occidente ha sido subestimar el cinismo del mundo. La idea de que la «comunidad internacional» respondería con unidad y principios ha sido una quimera. China ha reforzado su alianza con Moscú. India ha aprovechado el conflicto para negociar energía a precio de saldo. América Latina y África han mostrado una indiferencia estratégica. Al final, lo que queda es la realidad desnuda: el mundo ya no gira alrededor de Occidente, y los cálculos de Washington y Bruselas han fallado.
Maquiavelo lo habría dicho con claridad: no basta con querer la victoria; hay que asegurarse de que el enemigo no pueda resistir. Rusia ha demostrado que puede hacerlo. Occidente ha demostrado que sigue creyendo en su propia propaganda. Y Ucrania, atrapada entre estos dos errores, paga el precio en sangre.