La política me interesa, claro está, como debiera interesarnos a todos los que entendemos nuestro deber como ζῷον πολῑτῐκόν, como animales políticos que somos, es decir, como seres intrínsecamente sociales, a pesar de que muchos abracemos con ardor la misantropía. Como sea, el ser humano es social, político, somos humanos porque vivimos con, entre, desde los humanos. Por eso me interesan los dimes y diretes de la política, y desde luego que esculco sus vaivenes con curiosidad antropológica.
Por ello me fascina, por ejemplo, lo que pasó en las elecciones estadounidenses. No porque piense que se me da un ardite en ellas, que nada tienen que hacer las briznas de hierba cuando dos elefantes pelean, salvo cerrar fuerte los ojitos y esperar que el pisotón no sea tan fuerte. Sino porque siempre son un jardín de deleites inconmensurables. Gente llorando a lágrima viva, gritando enloquecidos, rasgándose las vestiduras (esto es literal, señores y señoras, que lo he visto yo con estos ojitos que se los va a devorar Agni), gente que no entiende que haya otras personas que puedan no pensar, creer o soñar con lo mismo que ellas.
En fin los recovecos de la mente humana… pero no es de eso de lo que quería hablarles hoy, aunque está muy relacionado aquello con esto. No, permítanme regresar de los cerros de Úbeda a los que me había ido sin darme cuenta. De lo que yo quería hablarles hoy ha sido de una ardilla y de un mapache.
A veces… no, en la mayoría de las ocasiones, los seres humanos reaccionamos como el toro entra al trapo que se mueve, bajando la cabeza y embistiendo a ciegas, sin darnos cuenta de que el trapo no es lo importante, sino el bulto vestido de luces que lo maneja y que está al lado, sin moverse apenas. Cuando el astado aprende que a quién hay que empitonar es al bulto quieto y no al trapo aleteando, suele ser ya demasiado tarde para él.
Pues así mismo ocurre en política. Y aunque es muy osado, hasta para mí, comparar al señor de las corbatas largas con Manolete, no lo es tanto comparar al populacho con un rebaño de abantos que mugen al reflejo de la Luna en el agua.
¿En serio ustedes no se dan cuenta de que muchas de las cosas que los presidentes (de nuestro país y de otros países) dicen las dicen tan solo para que todos a una, como Fuenteovejuna, miremos para otro lado? ¿Qué para qué hacen eso? Pues porque los intríngulis de las relaciones internacionales se tejen como un encaje de bolillos, con diplomacia, con llamadas de atención y con juegos de manos, que son de villanos, sí, pero también de políticos inteligentes. Políticos que saben sacarle rédito a cosas como la muerte de una ardilla y un mapache a manos de aquellos que decían querer salvarlos.
Muertes por demás banales y que pudieran parecer poco relevantes, pero que, usadas con astucia, recogieron en su símbolo el cabreo monumental que muchos tenían contra los miles de giliprogres ecologistas de cartón piedra.
Ahora, en Panamá, un par de días después de una fecha relevante para el nacionalismo patriótico istmeño, el señor agita su corbata como si del capote se tratase y todos los panameños saltan.
Y los que mueven los hilos deben estar frotándose las manos y riéndose a mandíbula batiente porque, señores, los que reaccionan a estímulos sin pararse antes a reflexionar, suelen pinchar en hueso y errar su estocada.
Pero, no me hagan mucho caso, ¡qué voy a saber yo que prefiero siempre esperar y ver por dónde sopla el aire!