La palabra latina annus, de la cual se deriva nuestro ‘año’ proviene del protoitálico *atno-, y este del protoindoeuropeo *h₂et-no- ,»lo que va», de la raíz *h₂et-, «ir». Podemos comparar el significado con el sánscrito at, «ir». Año es lo que va yéndose, lo que se nos escapa entre los dedos entre dimes y diretes, entre disputas absurdas y peleas vanas. Año tras año caen en la clepsidra cruel de los ciegos dioses, goteando muerte. No nos damos cuenta, pero nos estamos muriendo. Todos nosotros, sí, también usted que está dando gracias a su dios por haber sobrevivido a la pandemia, usted también se está yendo, de a poquitos, cada día que pasa.
Hace apenas doce días comenzó mi año, (sí, yo empiezo el año el 1 de noviembre, ¿y? Cada uno cierra sus ciclos cuando le da su regalada gana, faltaría más) y estoy ahora mismo revisando los doce meses que han pasado, una marea de bofetadas gubernamentales, desquicies sociales y despropósitos mundiales en medio de los cuales la gente normal, los humanos de a pie, (los que no somos parte de los cuarenta y siete que viajaron a Glasgow, para que ustedes me entiendan con claridad meridiana), estamos tratando de no morir de hambre o de no terminar tapados con un poco de cartones debajo del puente más cercano.
Estamos empantanados en el día a día, en pilar por el afrecho, con las anteojeras bien puestas, mirando solamente el pedacito de camino que tenemos delante de nuestros cascos, y a veces nos olvidamos de respirar. De parar. Esta columna es mi recordatorio para mí misma. Mí misma, para. Detente. Deja de dar vueltas en la noria como caballito trapichero. ¡Quédate quieta y piensa!
Hace un par de días apareció la noticia de que en Portugal ya se ha regulado eso de que los jefes puedan estar chateándote con cuestiones laborales fuera de tus horas de trabajo, en Francia ya hace años que esa norma está funcionando. Aquí estamos convencidos de que la empresa es un bajel en el que los trabajadores son los galeotes y el patrón el cómitre insensible. Y si bien es cierto que los empresarios son los que levantan la economía de un país (cuando los gobernantes se lo permiten, claro está), también es cierto que nos deberían enseñar a poner límites. A entender que el ocio no es un lujo, que no hacer nada es tan necesario para vivir como el respirar. Y cuando digo no hacer nada hablo de ese ‘aburrirse’ que tan denostado está últimamente, el pasarte un par de horas mirando las alpabardas desde una hamaca, o paseando sin rumbo fijo, sin destino ni objetivo.
No hacer nada no es estar en casa desesperado tratando de atender las clases de los niños, contestando llamadas y conectándote a reuniones virtuales, mientras el perro ladra y tu cónyuge exige la comida, aunque algunos crean que eso, es decir, nada, es lo que estuvieron haciendo la mayor parte de los panameños durante todo el año.
Aprender a no hacer nada y entender que eso no va a hacer que colapse el mundo es mi intención de año nuevo. Convencerme de que no hacer nada es necesario y que, si algo se va al cuerno porque yo no he hecho nada, seguramente fuera porque alguien más no cumplió con su trabajo.
Tengo un año entero por delante que va a ir yendo mejor o peor, pero que voy a intentar que vaya al ritmo que yo le marque, no a golpe de tambor batiente. Veremos si dentro de unos trescientos días, si la Parca no dice lo contrario, sigo viva y he logrado cumplir con mi intención de Año Nuevo.