Pero, y este punto, que he llegado a obviar en esta pequeña serie de columnas acerca de la justicia, es en realidad el hilo conductor de esta larga línea de pensamientos cosidos por la vaga imagen de las letras.
¿Qué damos a cambio de tener a la justicia recorriendo nuestros días?, ¿cuál es el precio que pagamos cada vez que «evitamos» que la injusticia se entrometa en nuestros quehaceres? Porque nada es gratuito, nada llega a cierto punto sin pisotear el angelical pasto del tiempo, es imposible navegar por esta vida sin causar el más mínimo cambio, la más pequeña reacción. ¿Qué es tan valioso para los garantes de la justicia como para aceptarlo como retribución de su actuar?, ¿qué esconde el telón justiciero de una sociedad equitativa, dónde está el cobro de la entrada a tan conocida función?
Nuestra propia psique se esconde bajo el sayo de la reputación, cohibimos nuestro quejumbroso pesar para darle alas a lo que aceptamos que es justo, ¿pero a cambio de qué? De nuestra propia libertad, porque dentro de una libertad plena, un espacio libre y sin barreras, la igualdad y la equidad no pueden existir. Porque nuestra libertad, animal y salvaje, corrompe el delgado hilo de sentido común y de la justicia. Porque nuestro entendimiento de la propia libertad está errado, definido por el desconocimiento de la consciencia, manejado por la avaricia perniciosa de nuestros ojos, transportado por la seca brutalidad de un latido malicioso. No podemos tener libertad plena porque no tenemos control pleno de nuestra mente. Como ya lo he explicado en las columnas previas, vivimos engañándonos sobre lo que es y no es justo.
Nos cegamos, muchas veces, ante las injusticias propias para no tener que pasar por el proceso mortal de descubrirnos como lo que en realidad somos, individuos imperfectos, seres fallidos, animales salvajes autodomesticados.
Por eso nos gusta pensar que la justicia es una virtud, algo que solo los rectos, los más íntegros e ilustrados llegan a comprender, nos gusta jugar con este pensamiento porque evitamos tener que lidiar con la pesada carga de nuestra propia conciencia barbárica, nos libera soportar la idea de que, tal vez, la justicia no sea más que una cadena social impuesta sobre todos nosotros, los salvajes. Porque ahora ese adjetivo está mal visto, porque es un castigo tener que cargar con ese medallón. Pero es que fuimos, somos y seremos salvajes por naturaleza, aunque lo encubramos con el barniz de la justicia y la sociedad. Somos bárbaros sin libertad, somos saqueadores aburguesados, somos hordas de energúmenos que decidieron civilizarse.
Por: Alonso Correa