Llevo a menudo al cuello un colgante con la imagen de la Virgen del Camino. Una advocación de la Dolorosa, una pietá. La Piedad, la Madre derrumbada con su Hijo muerto en el regazo, una ofrenda sanguinolenta al mundo.
¿Qué madre con dos dedos de frente no se ha preguntado alguna vez si merecía la pena? ¿Si había sido justa con esos pedacitos de carne con ojos al traerlos a este valle de lágrimas? ¿No es mejor ni siquiera intentarlo? ¿Arrancarte las entrañas antes de exponer a tu carne y tu sangre, amor de tus entrañas, a la desesperación y la muerte? No duden que yo, con mi absurda tendencia a repensar todo en demasía, me lo he preguntado muchas veces.
Dos hijos parí, como dos robles, y no suelo presumirlos porque dicen que los dioses se llevan pronto a los mejores. Pero el primer domingo de mayo se celebra (que sí, que en Panamá no, lo sabemos, pero en otras partes sí, y una madre es madre todo el año y los hijos no lo son solo el 8 de diciembre), el Día de la Madre y he decidido, (nunca se sabe si el año que viene tendré la oportunidad), decirles lo orgullosa que estoy de ellos.
No les niego que la infancia fue difícil, enfrentadas mis convicciones al sesgo infantilizante y pendejo de la sociedad que nos rodeaba, tuve que mantener la compostura, la disciplina y las reglas contra viento, marea y recriminaciones familiares. La disciplina y los límites que se imponían no eran como los de muchos de los niños que solían tener alrededor. A las ocho en la cama, lloviera o relampagueara. En casa no se come a la carta y si no me demuestras que te mereces las vacaciones, no las vas a tener aunque toda la familia se joda.
Flaqueé muchas veces y muchas veces lloré, sola en mi cuarto, dudando de si yo sería la loca en un manicomio de cuerdos. Por suerte ser cazurra me mantuvo en el camino.
Tuve apoyo, claro está, criar hijos no es una tarea fácil y cuando se hace a cuatro manos es un poco más sencilla, pero el hecho es que durante años la fiera, la bruja, era yo. Y fue un papel que enarbolo con orgullo ahora que los veo en el mundo.
Dos hombres que se visten por los pies, hechos y derechos. Honestos, generosos, inteligentes. Cariñosos y protectores. Que se apoyan entre ellos, que saben pelear por lo que quieren, que han aprendido a lidiar ellos solos con los desengaños, las añagazas y la crueldad. Que piden ayuda cuando la necesitan. Que se están abriendo camino sin olvidar sus raíces. Valientes. Risueños.
Cuando os miro, hijos, no os engañéis, veo vuestros defectos. Los tenéis, claro está, y nunca he dejado de hacéroslos notar, porque un buen hombre debe saber cuáles son sus faltas, pero hoy no, hoy no quiero deciros que debéis ser menos impulsivos. Que debéis confiar menos en la gente. Que debéis aprender a ser menos cigarras y un poco más hormigas. Hoy solo quiero deciros que estoy orgullosa de vosotros y que cualquier sacrificio que hubiera tenido que hacer para enseñaros cualquier lección lo doy por bien empleado.
Celebro ser vuestra madre y creo que el mundo es un lugar mejor porque vosotros estáis en él. Abro mis brazos y os entrego a la humanidad. La vida es vuestra, quedarse en el nido nunca fue una opción. Tenéis alas además de raíces, extendedlas, usadlas, ¡largo! ¡Fuera! ¡Más arriba! ¡Más lejos!
Las madres, dolorosas, nos quedamos atrás con los brazos vacíos y el corazón lleno de vuestro olor a bebé. Pero los ojos, ¡ah!, los ojos os siguen. En mi caso parafraseando la canción, como una loba desde el hogar con la puerta abierta de par en par para cuando necesitéis regresar.