Hace unos meses corrieron como la pólvora por todos los medios de medio mundo las noticias del juicio mediático que se les siguió en Argentina a unos cuantos cafres que habían matado a golpes a un muchacho y luego se habían ido a comer, porque todo el mundo sabe que el oficio del escabechar abre el apetito.
Hace unos días corrió como la pólvora por todos los medios y las redes sociales de nuestro puente del mundo, corazón del universo, un video en el que se veía como una caterva de malas bestias apaleaban a un chico, paliza que le ocasionó la muerte poco después. No sé si luego se habrán ido a comer porque el escamoche les haya dado hambre.
Ahora los estómagos de los que no somos asesinos están revueltos, se nos queda un mal sabor de boca, un mal cuerpo, una sensación de ¿qué está pasando? Y lo que pasa, señoras y señores, es nada. No está pasando nada. Nada que no haya pasado una y otra y otra vez a lo largo de la historia de la humanidad. No ha ocurrido nada que no vaya a volver a pasar cientos de veces durante lo que nos quede de historia humana.
Lo que pasa es que el ser humano es malo. Punto final.
Una vez concluida esta verdad podemos, (si tenemos ganas y nos apetece, oigan, que pueden ustedes muy bien decidir taparse las orejas y repetir “Lalalalalalalalalalalalala” como los niños cuando no quieren escuchar algo que no les gusta), podemos, decía, reflexionar acerca de nuestra propia humanidad, nuestras contradicciones, podemos asumir nuestro propio odio y nuestra capacidad de matar por placer.
No se crean que no sé que muchos de ustedes están ahora mismo moviendo su cabeza de izquierda a derecha negando taxativamente la posibilidad de siquiera pensar en poder hacer daño a otro ser humano. Y yo me río de ustedes. ¡Ay, pobres ingenuos! Los que así piensan tratan de rechazar una verdad universal: para que un ser humano mate solo es necesario que tenga cerca a quién.
Luego ya podemos hablar de la certeza del castigo, del control social, de la educación, los preceptos religiosos y todo aquello que la sociedad ha ido creando e imponiendo a lo largo de la historia para meter en el redil a unos cuantos millones de seres torvos y violentos.
Matar y morir son los dos mandatos fundamentales de la vida, o morir matando, ya que la vida no es más que muerte largamente aplazada. Todos vamos a morir, pero sufrir una muerte a manos de cobardes asesinos sin honor ni decoro no es un destino deseable.
Asumir que somos capaces de matar es empezar a ser conscientes de la necesidad de controlarnos a nosotros mismos y a los demás. Sí, señores acérrimos creyentes en pajaritos preñados, los demás, así, en principio y de golpe, son el enemigo; no, señores y señoras, el mundo no es un jardín de infantes, es un campo de batalla ancho y ajeno donde no todo el que sonríe lo hace por amistad. Enseñarle eso a nuestros hijos puede prevenir nuestro duelo como padres. Hagámoslo por egoísmo.
Asumir que cualquiera nos puede matar es empezar a concienciarnos de la necesidad de estar alerta, de saber que el Estado no nos defiende siempre ni en todo lugar. Caer en cuenta de que en muchos sitios los que deberían defendernos apoyan a nuestros agresores o no se les pasa por la cabeza arriesgar su seguridad por la nuestra. No, señores, los héroes no caminan por la calle.
Enseñar a nuestros hijos que deben protegerse y cuidarse es necesario para que sobrevivan en ‘esta selva’, porque sí, vivimos en una selva a pesar de todos nuestros intentos por expulsar cualquier resto de naturaleza más allá del límite del cemento y el asfalto. Vivimos en una selva, rodeados de peligros y potenciales asesinos.
Bienvenidos al mundo real.