«Se acabó esa soledad de la máquina de café, en la que tenga que haber personas que no puedan contar con quién han dormido la noche anterior o con quién han pasado el fin de semana». Esta frase es de Irene Montero, la Ministra de Igualdad de España.
Cuando la escuché me quedé perpleja, durante unos minutos no pude salir de mi asombro, y tras reflexionar sobre ella varias semanas he llegado a la conclusión de que refleja a la perfección el absurdo mundo que hemos construido.
Un mundo en el que el exhibicionismo debe ser aplaudido, en el que tienes que tomar partido, y no de forma coherente y privada, sino pública, para que todos te vean; debes gritar a los cuatro vientos cuáles son tus creencias, cuáles tus afectos, a quién te quieres llevar a la cama y por qué no te quieres llevar a la cama al otro.
Hemos llegado a un punto en el que el ámbito privado es sospechoso, todo se ventila en público, a gritos, en las redes sociales.
Se muestra el amor ya que si no apareces con tu pareja en una foto, a ser posible en pose comprometedora y/o cursi, es como si tu relación no existiera, algo falla, “Si no quieres mostrarte es que escondes algo turbio”. No importa si el amor es monógamo, poliándrico o poliédrico, lo único que importa es que sea moderno, modernísimo, porque el amor chapado a la antigua es deleznable y se hace necesario ocultarlo.
No se oculta, sin embargo, el desamor, como sin duda nunca se ha ocultado, pero antes, los que carecían de talento, se conformaban con ahogar sus penas en alcohol, en usar un clavo para sacar otro clavo o en leer, ver o escuchar, aquello que habían escrito los talentosos.
Hoy los dimes y los diretes de los desengaños se lavan al sol, no importa que los trapos sucios tengan hedentina a heces, ahí nos obligan a todos a compadecernos de lo mucho que se sufre una y otra vez en relaciones donde uno, o ambos, se comportan como los completos y perfectos hijos de puta que los seres humanos sabemos ser. Aplaudimos a la que canta y cuenta sus desengaños mermeladísticos con la misma fruición que nos regodeamos en el restregamiento homoeróticofestivo del macho de barrio.
Nos hemos convertido en una sociedad de viejas del visillo, en un grupúsculo de cotillas que necesitamos poder airear nuestra vida para sentir que tiene algun tipo de relevancia. Creemos que al introducir a los chismorreros en nuestros asuntos nuestra mísera vida alcanza algo de lustre y esplendor. Sentimos que si los correveidiles murmuran acerca de qué hacemos y con quiénes lo hacemos nosotros habremos llegado al estatus de famosetes. Pero lo más triste, por lo falso, es que muchos están convencidos de que a los buscavidas que murmuran sobre lo que publicamos y gritamos les interesamos.
Sus vidillas, con quién cogen o dejan de coger, a la mayor parte de nosotros nos la traen al pairo. A la mayor parte de los que se encuentran con usted al lado de la máquina del café le importa lo mismo saber con quién han dormido la noche anterior o con quién han pasado el fin de semana como la inclinación de la órbita de Marte y Júpiter alrededor del Sol, es decir, entre cero y menos tres.
Esa estúpida obsesión por mostrarse, por demostrarse, por exhibirse, no tiene nada que ver con la libertad y sí mucho que ver con la reafirmación que aquellos que no están seguros necesitan. No seré yo la que les proporcione alivio, a mí, me importa un culo a quiénes le hayan ofrecido ustedes el idem.
Recuperemos el pudor, fóllense a quien gusten pero dejen de castigarnos con sus historietas, no nos interesan.