Anteayer se alinearon los astros y con un poco bastante de magia y un mucho de suerte me encontré, sin esperarlo, en primera fila de un concierto homenaje al maestro Pedro Altamiranda.
Para los que no lo sepan, mi primer contacto directo y sin escalas al corazón de Panamá fueron dos casetes (oh, sí, señores, casetes, a mucha honra, casetes que, por cierto, aún conservo), uno con los grandes éxitos de Pedro y otro con los de Samy y Sandra Sandoval.
No negaré que me gustaron los monagrilleros, pero con Pedro, con Pedro fue otra cosa, aquello fue amor a primer acorde. El uso magistral del lenguaje, la sociología que destilaban sus letras, la denuncia social con tanto, tanto cariño, el desprecio a los biempensantes. La ironía, el humor zumbón, panameño, que te canta porque a ti te asusta, panameño, oír lo que no te gusta.
La noche pasada, como les decía, me encontré frente a un escenario donde se desgranaron, en la voz de lo más granado de las voces del patio, algunas de las mejores canciones del maestro del bombín.
Y allá sentado estaba él, el grande, el inmenso cantador de ‘calipsitos’ como él mismo recordó en una ocasión que le dijo con rechifla Basilio, el cantante de baladitas. En un momento dado subió Pedro Altamiranda al escenario y arropado por el público en pie, con la comparsa del Chorrillo llegando con tremenda murga, con fuegos artificiales reventando en la noche abierta al Mar del Sur y una lluvia de confeti cubriendo las luces que caldeaban el escenario, cantó algunas estrofas.
El público se vino arriba, aplausos, vítores… y esta que está aquí escribiendo, señores y señoras, se largó a llorar como una magdalena.
Mientras todos coreaban a voz en grito la letra, y la música resonaba en los altavoces yo veía caer los últimos papelitos picados de colores y sentí que se terminaba una era. Se me achurró el corazón y sentí aquello como un final.
No el final de nada en concreto. Ni de nadie. El final de todo.
El fin de una era.
La era del Panamá que amé, la de mi adorado Neco Endara y mi admirado Pedro Altamiranda, la de la picardía y la bondad, la de la alegría desbordante; el Panamá que con tal maestría cantaron y contaron estos dos virtuosos. El Panamá amable y abierto, que lo mismo que te pide un dólar no duda en rascarse el bolsillo para dártelo sin que tengas que pedírselo si ve que lo necesitas. El Panamá que, no importa la clase social o la cuenta corriente, se une en un culeco, baila junto, canta las mismas canciones, se ríe de sí mismo.
Ya ese Panamá no existe, el puerto donde recaló Errol Flynn, en el que terminó durmiendo la juma en una casa cualquiera de San Felipe, el de las mejores boîtes, donde incluso se halló a alguna que más tarde sería primera dama, el Panamá de Panamá Al Brown con su elegancia y su fiereza, el de Roque Javier Laurenza con su exquisito gusto y su sinceridad a bocajarro, el del policía que con sus gestos era una institución en sí mismo y te alegraba el tranque tan solo de verlo putear a los conductores mientras hacía el gesto de que tenía que irse a comer. Se acabó el Panamá de Bienvenido, el de Jorge Schmidt, mi predilecto, (cabrón, cumples años en un par de días, no creas que se me ha olvidado), se acabó el Panamá de mi añorado José Ardila. De aquellas mentes gigantes a hombros de buenas personas.
Anteayer, señores y señoras, aunque ustedes no se diesen cuenta, aunque no nos estremeciera un terremoto ni nos arrasara un tsunami, anteayer se acabó un mundo.
No se dieron ustedes cuenta porque los mundos nacen y mueren continuamente, se suceden demasiado deprisa para darnos tiempo a caer en cuenta. Pero yo, en esa noche de murga, jodedera, agua, guaro y campana, sentí cómo moría un mundo.
Se acabó la era del Panamá en el que decidí morir.