La cámara lo enfoca, pone gesto compungido pero no puede ocultar la rabia que bulle en su interior y que pugna por escapar a través de sus ojos. Parpadea rápido, quiere seguir hablando, escupiendo sus dizque alegatos, que no son sino insultos a la inteligencia de los que los oyeron, pronunciados con tonito de suficiencia y desprecio por la inteligencia ajena. «…dígame usted si no lo pagamos el próximo año».
La mujer se emberraca y le demuestra quién manda. Él se encoge, como un perro que ha tratado de morder más carnaza de la que le corresponde, cuando la alfa enseña los dientes y le gruñe. Mientras las babas salpican a diestra y siniestra el can encoje la cola entre las patas y baja la cabeza, sumiso, porque sabe que si no lo hace lo que viene bajando es una dentellada al pescuezo. Las manos tiemblan y trata de disimular con el tamborileo de la pluma fina, se aferra a ella como si de una tabla salvavidas se tratase, se pone rojo, levanta la mirada y una nueva bofetada retórica se la hace bajar. El resto de la rehala callan como muertos, no sea que les caiga a ellos algo de lo que se reparte.
No dura mucho la desigual pelea, pero llega un momento en el que, por un instante, sentimos lástima por el gozque atarantado.
Lástima que se esfuma cuando regresamos a la realidad y nos damos cuenta de que eso no fue más que un espectáculo para hacernos creer que su desidia ha tenido alguna consecuencia.
Dejamos de apiadarnos de él cuando cogemos carretera y las llantas de nuestro carro pisan el concreto, con los mordiscos que en él ha labrado el clima inclemente de nuestro país, con las planchas de cemento que se han separado y se han levantado, formando desniveles mortales. Cuando llegamos a los tramos cubiertos por dizque carpeta asfáltica que en realidad es más fina que la capa de mantequilla que colocamos sobre las tostadas matutinas y que se ha desconchado, dejando un camino de carache por el que los automóviles traquetean con esfuerzo, obligando a los amortiguadores a trabajar más allá de su resistencia.
El monte se come los arcenes y la cuneta central, y los que lo vemos, florido y hermoso, pensamos que está así a propósito, sin duda como material de amortiguación para cuando el carro salte disparado fuera del paño, para que la maraña de hojas y ramas haga colchoncito y atenúe el costalazo.
Los carros se deslizan por la carretera haciendo eslalon, como si fueran esquiadores, suaaaass, suaaas… esquivando de lado a lado cráteres, huecos, hoyos, baches, badenes y la fosa de la Marianas. Tienes suerte si te toca delante un taxi de la zona, pégate a su culo y síguelo, ellos se saben cada hueco, si imitas sus volantazos puedes ir esquivando con más calma.
Y ¿cuál es la ideota que el canijo ha ideado para evitar accidentes? Pues vamos a bajar la velocidad de tooooda la carretera interamericana hasta Divisa. Estupendísimo. Pero ¿sabe usted qué es también muy peligroso, señor Insigne No Ingeniero? Es muy peligroso ir a 60 kilómetros por hora cuando los carros con lucecitas delante, los busitos pirata, los autocares de línea, las mulas y todos los carros oficiales con línea amarilla, vienen bajando a más de cien. Trata tú de esquivar un hueco tremendo en el carril derecho pasándote al izquierdo mientras manejas a sesenta por hora cuando viene bajando un bólido a 120. Verá usted lo que pasa…
¡Ah!, espere, que usted no es idóneo, quizás es que esas fórmulas matemáticas se le escaparon. Pero mire que le invito a comprobarlo por usted mismo, deje en casa a su chófer y su carrazo oficial y haga el experimento. Y luego, si sale vivo, nos lo cuenta.