El perdón, esa engañifa que nos han colgado como un sambenito sobre los hombros de los hombres, es el mayor obstáculo que el ser humano, en nuestra sociedad occidental, debe superar.
Vale, vuelvan a leer esto, sí, en efecto, pone lo que ustedes creyeron que ponía en un principio. Venga, va, me explico, ténganme paciencia.
Tendría yo unos ¿seis? ¿siete años? Y mi profesora se llamaba Concepción Farto. Era una aliada, miembro, como todas las que llevaban mi colegio, de la congregación Alianza en Jesús por María, un instituto secular femenino de derecho pontificio cuyos estatutos dicen: “(…) nos comprometemos a vivir (…) amando como Él, con amor total, divino y humano, personal e inmediato al Padre y a todos los hermanos, renunciando a toda mediación y polarización en el amor. (Constituciones nº 3). (…) Misión: En fidelidad a nuestra identidad carismática, nuestra misión es reflejar y proyectar (…) con todos los medios a nuestro alcance, (…) el amor gratuito y personal (…). (Constituciones nº 4)”. Lo cierto es que aquella fiera corrupia me dio algunas de las palizas más terribles que recuerdo. El maltrato no fue solo físico sino también psicológico, burlas, escarnios, exposición de cualquier error delante de toda la clase. Que me llamara para salir a la pizarra era saber que lo que venía bajando era una hemorragia nasal por los golpes en la parte de atrás de la cabeza que hacían que mi boca y nariz rebotasen contra el encerado.
Solo fue un año y sobreviví. Odio a muerte las matemáticas, pero sobreviví. Quería contarles esto a propósito del perdón. Después de cada sesión o exabrupto, o burla, la maldita tiparraca, sentada en su silla de profesora, me acercaba a ella, sujetando cada una de mis manos con cada una de las suyas y mirándome a los ojos me decía, (esto es textual, les juro que recuerdo cada palabra e incluso la voz y el tono), «Esto es por tu bien, me perdonas, ¿verdad?». Y yo sentía cómo sus manos iban apretando mis manitas cada vez más hasta que yo respondía, entre lágrimas y mocos, «Sí».
Desde ese momento no creo en el perdón. Ni en las disculpas. Quizás no salí de 2do de EGB tan indemne, pero no, no me pidan perdón. Los errores son humanos, los entiendo y la mayor parte de ellos los asumo como parte de la humanidad mía y de los otros. Entiendo los fallos, los renuncios y las mentirijillas, acepto la mayor parte de las miserias humanas, e incluso muchas de las divinas, porque los dioses serán dioses pero recuerden que estamos hechos a su imagen y semejanza, así que no se libran de los defectos… Pero no puedo con el perdón.
El concepto de culpa y perdón, tan judeocristiano, ese setenta veces siete, ese ‘soy pecador’, ese solicitar la absolución una y otra vez sabiendo que aquel al que ofendiste te va a perdonar porque así son las cosas, porque ¿cómo no va a perdonarte?, y tú vas a volver a hacerlo porque es de humanos pecar… no puedo con ese juego. Así he perdido noviazgos y amistades. No puedo perdonar. No me voy a vengar y es posible que no te recuerde nunca más la ofensa, pero si tu cagada es tan grande como para que no pueda dejarla pasar, algo se rompió y el pedir perdón no va a arreglarlo.
¿A qué viene todo esto? A ustedes no les importan mis traumas infantiles, pero sí nos afectan a todos sus, (suyos de ustedes), conceptos sobre el perdón cuando van a las urnas a ejercer su derecho al voto.
¡Dejen de perdonar de una puñetera vez a los golfos apandadores que los han ofendido! Dejen, ¡por María Santísima y todos los santos!, de creer que se han rehabilitado, que van a ser buenos, que esta vez sí, que ahora es la vencida. No los perdonen porque, si lo hacen, nos van a condenar a todos una y otra vez a que nos saquen al encerado y nos vuelvan a estampar contra el pizarrón.