Mi padre tiene, en el segundo piso de su casa un refugio de libros y lumbre donde desde pequeña me perdía entre miles de libros y millones de palabras.
Allí, como todo el que tiene biblioteca, yo tenía mis favoritos, uno de ellos era el titulado “Historia de la censura”, un libro gráfico con texto de Manuel Quinto e ilustraciones de Esparbé. Siempre quise robárselo a mi padre, nunca lo he logrado, y cada vez que vuelvo a la casa paterna lo hojeo.
El libro en cuestión es un repaso de la historia de aquellos que creen que el mundo sería un mundo mejor si el mundo fuera como ellos creen que debe ser el mundo y tratan de lograrlo coartando lo que se lee y lo que se escribe.
Empecemos con la bendita palabra, hater, la palabra es un sustantivo calcado del inglés, se puede traducir como ‘odiador’ o ‘el que odia’ y ahora, por lo visto, no hay que ser hater. ¿Por qué?, pues porque los odiadores usan la ironía, el sarcasmo y el humor negro. Hoy se desprecia a los odiadores como antes se despreciaba a los antiguos cínicos, son desdeñosos, saben lo que vale su intelecto y menosprecian a los que no están a su altura. Son soberbios y le importa un pito quién esté parado delante de ellos.
Uno de los cínicos más famosos fue Diógenes de Sinope, quien llevó al límite aquello a lo que la palabra cínico se refiere, a ser perros, a vivir como ellos, entre los hombres pero sin perder su naturaleza; su casa era una gran tinaja y solía andar por allí en pelotas, (aunque en la Grecia de aquellos tiempos eso no representaba ningún problema), la cosa es que en cierta ocasión Alejandro Magno quiso conocerlo, se plantó delante de él y le dijo que le concedería cualquier cosa que le pidiera, así que Diógenes le dijo: “Aparta, que me tapas el sol”.
No, a Diógenes no le importaban las injusticias, ni luchaba por salvar del hambre a los miles de niños que sin duda en aquellos momentos morían, tampoco quería salvar de la esclavitud a nadie. A él, como buen cínico, todas esas cosas se la traían floja, lo único que quería era que el tal Alejandro dejara de joderle el día.
Hoy hemos convertido a los perros en niños y a los hombres en borregos.
Hoy hemos llevado la solidaridad y el hermanamiento a niveles absurdos. Parecemos empecinados en tener un solo cerebro, en convertirnos en una masa amorfa de zombis que consumen todos lo mismo, masticando y digiriendo a la vez. Y cuando una mente aristocrática se separa del rebaño no pasa demasiado tiempo para que la señalen y la estigmaticen, ¿¡es que acaso te crees mejor que nosotros?! Pues miren los que me leen, dependiendo de quién sea aquel que les pregunte, por su sanidad mental deberían ustedes contestar que sí, y que se quite de delante, que les tapa el sol.
Hace unas semanas supe que una profesora castigó a una alumna que había llevado al colegio ‘La metamorfosis’ de Kafka porque, según su cerebro infradesarrollado, no era un libro aceptable. He sabido de profesores que amonestan a los alumnos que prefieren leer que salir al recreo porque, ‘al colegio no se va a leer’. Mientras estas cosas ocurren y los niños cada vez ven más mermadas sus ganas de ir más allá, la masa babeante se asombra de que un padrastro de la Patria no sepa hacer la o con un canuto, pero los biempensantes se escandalizan porque alguien usa palabras gruesas en una columna y no se llevan las manos a la cabeza porque sus familiares hayan desfalcado bancos.
No importa que estemos hasta la barbilla en una fosa séptica, hay que mantener las formas y no ser cínicos. La censura sigue hoy más viva que nunca, los censores manos de tijera coartan libertades y exijen que todos hablemos y pensemos tal y como ellos consideran que debemos hacerlo, es decir, mal. Menos mal que tal y como decía mi abuelo, el Cojo, a mí su opinión acerca de mi lenguaje me la suspende, seguiré practicando la anaideia, la adiaforía y la parresía y quítense, señores, que me tapan el sol.
P. S. ¿Qué no saben ustedes qué son esos palabros? Lean, señores, lean, leyendo se cura la estulticia y se aprende a escribir.