Los niños han regresado a la escuela. Y los chats de padres de familia están echando humo.
Algunos tenemos la inmensa suerte de que nuestros polluelos han echado a volar antes, apenas soportaron una parte del encarcelamiento absurdo y tenaz que se les impuso a los menores, pero hay otros. Hay niños que han pasado dos años de su corta vida sin ir a la escuela, al parque, sin relacionarse, en vivo y en directo, con otros niños. Hay críos que no saben cómo comportarse con otros niños. Eso es un tema peliagudo que los psicólogos y los psiquiatras deberán enfrentar en un futuro muy cercano y no es de eso de lo que quiero hablar hoy, no. Fíjense.
Voy a hablar de supervivencia y estupidez. De lo que significa la supervivencia y de la estupidez parental. Agárrense que nos vamos.
Los padres, (algunos, muchos, bastantes, un puñado, no se me pongan tiquismiquis que todos sabemos a cuáles de ellos me estoy refiriendo) han tenido al alcance de su mano a sus hijos durante dos años, a la distancia de un pasillo, cruzando la sala, revoloteando a su alrededor, por dos años, semana arriba o abajo. Sin despegarse de ellos los han visto veinticuatro horas siete días a la semana, mes tras mes. Han hecho las tareas por ellos, han estado respirándoles en la nuca mientras las pobres criaturas se conectaban a sus clases virtuales, enmendándoles la plana en segundo plano a los profesores que trataban de controlar algo tan incontrolable como un grupo de rapaces en un salón virtual de clases, y que encima tenían que lidiar con esos granos en el fundillo.
Pero es que ahora, de pronto, los chiquillos no están, ¡oh, horror y espanto! Los guajes han recomenzado la vida que nunca debieron perder y los que parecen perdidos son los señores padres. ¡Oh, terror y pánico!
Los padres entran en crisis cuando los chiquillos llegan a casa enfermos, a ver, ceneques, que los niños deben enfermarse, que es normal, que lo que no es normal es haberlos tenido en un burbuja de protección y desinfección durante dos años, que los niños deben tener cagalera y catarros, deben quebrarse huesos, reventarse frentes y esnafrarse. Deben tener conjuntivitis e incluso piojos. Son niños, son humanos, y los humanos debemos aprender a desarrollar nuestra motricidad a base de ponerla en práctica y caernos, sacudirnos las rodillas, limpiarnos la sangre y volver a trepar al árbol.
Los niños tienen que aprender a pelearse, (no, no me vengan con estupideces, no estoy hablando de acoso, estoy hablando de peleas entre guajes, las de toda la vida, las de <<¡Me rompiste la muñeca, ya no te ajunto!>>), y a reconciliarse, o no. Los niños deben aprender a negociar sin que los padres metan sus narices en el asunto. ¡Carajo, déjenlos ser!
Traten de hacer su trabajo como padres, un trabajo que se resume en hacerles saber que los aman sin concesiones y sin restricciones, y precisamente porque los aman deben decirles que no; deben decirles que se equivocan; y deben hacerles sentir las consecuencias de sus actos. Deben darles ejemplo de honradez, probidad y de ser felices, porque los niños aprenden con lo que ustedes hacen, no con lo que les dicen. Poco más, tengan preparadas curitas y los brazos abiertos para cuando vengan a llorar.
¡Y dejen de meterse en sus vidas de una buena vez!, aunque ustedes hayan sido sus progenitores ellos tienen vida propia y flaco favor les están haciendo tratando de que nada los toque, los dañe ni los raye.
Ah, y ¿saben cuál es otra lección importante?, enseñarles que ustedes, papitos y mamitas, van a morirse y van a dejarlos solos. Porque, por si no se habían dado cuenta, eso va a ocurrir, es ley de vida y nunca sabemos cuándo ocurrirá, así que háganse un favor a ustedes mismos y vayan asumiéndolo para poder enseñárselo a ellos.