A veces tengo miedo de recordar la educación que me dieron mis padres. Y no, oigan, ni se imaginen que ni por algún tipo de trauma o malos recuerdos o qué sé yo, en realidad mi infancia fue una de las etapas mejores de mi vida, donde las potencialidades y el tiempo parecían extenderse en la urdimbre de un telar infinito tan solo esperando que la lanzadera tejiera la trama. No, a ver, les contaba que a veces temo recordar mi propia educación por la comparación, y sí, desde luego que también sé que las comparaciones son odiosas, pero al final, como todo es relativo necesitamos un punto de referencia para poder saber dónde estamos parados. Y mi punto de referencia soy yo, porque, para qué les voy a decir que no si sí, si creo que de buena educación voy sobrada, (aunque dependiendo de quién sea usted así me suelo comportar, porque tampoco hay que andar arrojando margaritas a los puercos). Pero a lo que vamos, que me pierdo, cada vez compruebo más a menudo que hoy en día la mala educación ha sentado sus reales y con la excusa de la libertad y la tolerancia nos restriega su pecueca por los morros.
Les pongo un ejemplo, anteayer iba yo saliendo de un supermercado del patio, (dos puertas cristaleras y todo bien iluminado, es decir, que tanto el que entra como el que sale ven quien está del otro lado), iba entrando una mujer, joven, quizás en sus veintes o principios de sus treintas (la edad no tiene importancia, lo sé, pero permítanme ponerlos en situación), me ve saliendo con bolsas, la veo, abre la puerta entra al comercio y me cierra la puerta en las narices. Con el revoleo de la puerta casi golpea a un señor mayor que venía justo detrás de ella, ella, quien en su paso firme por la vida casi atropella a uno de los empacadores que tuvo que tirar hacia sí del carrito cargado que llevaba para dejar que su majestad pasara.
Y allí nos quedamos los tres, clavados y mirándonos durante un instante, el muchacho y yo del lado de acá, el señor del lado de allá, preguntándonos quién se creía esa pendeja que era para haber hecho lo que hizo, por suerte, el hombre al que pertenecía la mercancía que llevaba el empacador llegó acto seguido y nos abrió la puerta, primero pasé yo al estacionamiento, luego el empacador, detrás salió el improvisado y educado caballero que hacía de portero improvisado y desde afuera le sostuvo la puerta al señor para que pudiera entrar al comercio. ¡Como debe ser!, porque la preeminencia en el paso por una puerta queda opacada por la regla simple del ‘Antes de entrar, deja salir’. Tras las respectivas, ‘Gracias’, ‘Gracias’, ‘No hay de qué’, Muy amable’, ‘No fue nada’, cada uno para su destino.
Miren ustedes qué cosa tan simple y tan brillante, y sirve para todo, oigan, para los supermercados, para los ascensores e incluso para las rotondas. Antes de ingresar a cualquier sitio, permitan, señores míos, que los que están dentro, salgan. Aunque solo sea por su propia comodidad, (aquí queda bien otra de las frases de mi señora madre, ‘Menos bulto, más claridad’), cuanta menos gente haya dentro, más cómodo estará usted cuando entre.
Pero por lo visto, como muchas otras cosas básicas en la cortesía, la educación y los buenos modales, al parecer las nuevas generaciones piensan que están de más, que ellos se lo merecen todo, que el cielo es el límite y que donde pisa un millenial no debe poner el pie un viejenial. Y esos desplantes les funcionarán hasta que alguien, más joven, más fuerte o igual de mal educado que estos patanes, les parta el hocico de una sola guantada. Ahí es que van a aprender maneras de mala manera.