El ser humano es un ser social por naturaleza. Que sí, que existen misántropos, que hay gente a quienes nos disgustan la gente, el tumulto y la turbamulta. Que sí que hay almas solitarias que, como Thoreau, se sienten mejor into the woods… Todo eso lo sé, pero el hecho es que ninguna de esas excepciones cambia el hecho de que somos una especie social; nuestro ser está imbricado en el de los otros, los nuestros, el clan, la tribu, la familia. La sangre, aquello en lo que nos reconocemos como propios.
Por eso uno de los peores castigos para los presos es el aislamiento, por eso los piratas abandonaban a los traidores en una isla desierta, la soledad enloquece. Los eremitas y los monjes, aquellos que eligen voluntariamente apartarse del resto, suplen su vacío llenándolo de visiones, tentaciones y de dioses. En la compañía de la divinidad se atenúa la soledad, las endorfinas hacen su trabajo y nos hacen felices.
Pero nosotros no somos Simeón el Estilita, ni, la mayor parte de nosotros, santos, así que la felicidad está en los nuestros. En los últimos días estoy leyendo noticias luctuosas acerca de algunos que se nos han adelantado y de muchos asombrados. ¿Se pensaban, queridos míos que solo nos moríamos de una nueva cepa gripal? Pues ya ven que no, que la muerte sigue cosechando su mies y antes o después la guadaña te siega. Aprovechen la vida, aquí y ahora, en este momento. Mañana no existe. Bastante hemos hecho logrando, todos los que seguimos respirando, llegar hasta aquí. Así que honremos la vida viviendo. Y revolquémonos con nuestra tribu.
En esta columna quiero honrar a los míos. Os he extrañado. Ya necesitaba risas, confidencias y tacto. Necesitaba la voz sin el tinte metálico, el sabor de un chiste apenas esbozado, un vallenato cantado a gritos, ron y cerveza, la carretera abierta ante mis ojos, una isla que palpita bajo el pie de mi tres veces tres. La tribu de hermanas. Los hermanos lobos que aúllan para reencontrarnos y olisquearnos antes de salir en estampida a correr, esas redes lejanas que saben recogerte cuando sus antenitas de vinil detectan la presencia de la enemiga tristeza
No quiero perderme ni un día de los míos. No quiero dejar nada para mañana porque mañana quizá no estemos. Quizá mañana no me despierte. Quizá mañana decida hundirme en la bañera de mármol blanco de Petronio. Quizá mi corazón decida que ni un latido más. Quizá Átropos elija el día de mañana para empuñar las tijeras y de un tajo mandarme el billete de ida sin regreso.
Sea como sea, no quiero perderme nada. Llamadme, convocadme. Estoy mientras esté viva. No penséis que lo haremos mañana, que la semana que viene, que el próximo año sin falta.
Porque somos mortales, unos animales frágiles y finitos. Porque la Parca nos ronda, nos sopla en la nuca, porque no sé si mañana estaré viva. Porque quiero bailar hoy, bebérmelo todo hoy, comer hoy todo, hacer el amor, reírme hasta que me duela el estómago. Quiero tumbarme hoy en la playa. Quiero aprender hoy todo. Leer cada libro. Verlo todo. Estrenar esa joya. Experimentarlo todo. Hacerlo con los míos. Y que el mundo arda en llamas y se hunda en cenizas.
Pero cuando ya no esté no quiero llantos ni mensajitos pendejos en Facebook, ni lamentaciones vacías de encuentros deseados y nunca concretados, porque los te quiero se dicen en vida. Porque los brindis se hacen en vivo y en directo. Porque cuando me vaya no pienso venir a escuchar elegías.
Porque la vida, mi vida, no espera a que tú tengas tiempo.